Cómo manipulamos el recuerdo de nuestras decisiones pasadas

“El ayer es sólo el recuerdo de hoy, y el mañana es el sueño de hoy”.

Khalil Gibran, poeta libanés.

Todas las decisiones que tomamos las personas tienen, entre otros, dos componentes críticos: uno, es la percepción del efecto de esa decisión en el futuro; siempre que decidimos algo es porque evaluamos –superficial o plenamente, con sesgos e imperfecciones– lo que creemos serán los efectos de esa decisión en el futuro. Si hoy no realizo un gasto es porque, por ejemplo, pondero que ello me llevará a tener un efecto financiero positivo en el futuro, o si efectivamente realizo el gasto es porque considero que el beneficio del gasto (objetivo o subjetivo) me será más relevante que el efecto financiero positivo de no realizarlo.

En este sentido, evidentemente nuestra capacidad de analizar más objetivamente las implicaciones de cada decisión tiene un efecto favorable sobre las decisiones que tomemos, pero sólo en el supuesto de que el análisis que realizamos tuvo un mínimo de información veraz y que fue relativamente ajena a ciertos sesgos de decisión, que pueden provocar decisiones imperfectas.

El otro componente, relacionado con este primero, se refiere a la forma en que tomamos información del pasado para soportar decisiones del presente. Y una parte importante de la información del pasado se refiere a cómo recordamos nuestras creencias y decisiones del pasado.

Existen múltiples estudios que demuestran que nuestros recuerdos son sumamente imperfectos. El tiempo, los cambios de percepción, así como fenómenos que llevan a que nuestro cerebro altere los recuerdos, hace que frecuentemente una parte importante de lo que tenemos en la memoria sea por lo menos parcialmente inexacto.

Cuando se trata, por ejemplo, de decisiones relacionadas con la percepción o la visión de posiciones políticas, la forma en la que reinventamos lo que creemos que ocurrió en el pasado está asociada a la forma en la que justificamos nuestras decisiones presentes, de forma tal que, más que utilizar información del pasado para analizar la nueva información, ajustamos el recuerdo del pasado a la nueva visión que tenemos en el presente.

Una investigación, publicada recientemente con el título de Update Bias: Manipulating past information based on the existing circumstances, de Umer y Kurosaki, analizó un fenómeno que denominan el “sesgo de actualización”. Partiendo de un estudio sobre el recuerdo de la religiosidad de las personas en el presente y cómo recordaban esa conducta en el pasado, los investigadores descubrieron que quienes aumentaron o redujeron su religiosidad en un periodo determinado tendían a ajustar sus recuerdos de adolescencia: los que en el presente se consideran más creyentes, se recuerdan más creyentes en el pasado; los que en el presente se ven menos creyentes, se recuerdan menos creyentes en el pasado. La memoria opera como un reflejo que se ajusta más a nuestra visión del presente que a la verdad.

Este fenómeno se relaciona con la llamada disonancia cognitiva, ese efecto que surge cuando nuestras acciones chocan con nuestras creencias. Para compensarlo, no basta con que cambiemos de opinión presente, lo cual es sumamente difícil para la mayoría de las personas; por lo que recurrimos a reescribir nuestros recuerdos.

En el entorno de polarización política, estos fenómenos se presentan de manera más clara y frecuente. Una persona que hoy critica con ferocidad al gobierno, pero que hace años aplaudía sus promesas de campaña, con el tiempo, es probable que recuerde su apoyo inicial como tibio, incluso inexistente; como una forma inconsciente de mediatizar la incomodidad del presente con algo con lo que ahora está en desacuerdo. Lo mismo, pero en sentido contrario, con personas, por ejemplo, que eran furibundas opositoras en el pasado y hoy se encuentran más cercanas, por distintas razones, a las posiciones gubernamentales; para ellos, reescribir su memoria sobre su nivel de oposición les ayuda a conciliar sus creencias presentes.

Las implicaciones de estos procesos en realidades políticas como la que vivimos son significativas. Porque no solamente generan un efecto de sesgo que reduce la capacidad de juicios objetivos individuales, sino que además crean condiciones de mayor encono en el debate colectivo.

Los grupos políticos exigen coherencia absoluta, y para pertenecer, reajustan su pasado. Así, por ejemplo, quien abandona un partido político, de pronto “recuerda” que siempre detectó corrupción en sus filas.

Sin memorias más objetivas, es difícil evaluar los errores pasados o presentes. Si cada facción reinventa el pasado a su conveniencia, el diálogo se vuelve imposible. Y entonces las crisis económicas, los escándalos de corrupción e incluso los logros de gobiernos anteriores se reinterpretan no con datos, sino con la memoria alterada de la nueva identidad presente.

Reconocer este sesgo es fundamental, pero desde el fundamentalismo político (de cualquier extremo) ello resulta poco probable. Practicar la autocrítica debería ser un ejercicio cotidiano, así como escuchar al adversario sin prejuicios. Desafortunadamente hoy, con redes sociales que nos encierran para replicar solamente los mensajes que hoy nos parecen consistentes con nuestra visión, las posibilidades de entender que la realidad pasada tiene múltiples matices, esta tarea es casi imposible.

admin