Cocineros en llamas o The Bear como ethos del cocinar

Hace un par de semanas en su Garage Picasso de confianza hablábamos del comer, desde la celebración trágica de la gula hasta el sinsentido de la cuisine y sus porciones mínimas y supuestamente sublimes. Aunque he comido en grandes restaurantes con esas experiencias gustativas en corto —en corto es un decir, requieren una educación palativa que hay que desarrollar y una vez que lo logras las experiencias son, en efecto, sublimes— en el Garage somos fans de las porciones grandes: una pizza dominator y una Coca de tres litros, por favor. Quizá soy demasiado vulgar para entender de gastronomía.

Pero, ¿el otro lado de la ecuación? ¿Quiénes son los que nos cocinan? Puede ser en un rústico restaurante de sándwiches o uno de altos vuelos, ¿quién, cómo y por qué cocina?

De eso va The Bear, la multipremiada serie que ha puesto el ojo en lo sucede en las cocinas de un gran restaurante en Chicago, y en última instancia mira el corazón de Carmy (interpretado por Jeremy Allen White, joven actor de carácter cuyo otro gran escalón a la fama fue ser novio de Rosalía), el chef al mando de la operación; el genio detrás de cada platillo y esencialmente un chillón que sufre cocinar y ama cocinar a partes equivalentes.

Pero Carmy, el chef, no es el único protagonista. Cómo leí hace unos meses en una reseña de la serie, The Bear es un canto a los héroes desconocidos de cada cocina: el cocinero de línea. Esos que están armando los platillos. Tu bife a término rojo, o tu ensalada de feuilles inasibles, viene de un cocinero sudoroso, agitado, llevado hasta el límite y con un par de palabras en la boca: “Sí, Chef”.

Como Anthony Bourdain ya lo había hecho con sus memorias de la cocina en Kitchen Confidential, The Bear nos regala un paneo por el desastre de las cocinas del fine dining. Así como Bourdain habló de drogas, tensión insoportable, heridas graves y relaciones totalmente malsanas entre las personas que están en los fogones, The Bear da cuenta de lo difícil que es mantener cierta armonía entre el equipo de cocineros, una “familia” que sólo está tranquila cuando comen juntos la comida que prepara con amor (hay mucho espacio para el amor, cómo no) uno de los chefs para que coma todo el equipo. Comer, enojarse, lastimarse, hermanarse, repetir: ese es el ethos de las cocinas según The Bear.

Los cocineros de línea sufren las de Caín para mantenerse al ritmo. Todo tiene que estar listo a su hora, tienen que salir platos, platos, platos, todo tiene que estar perfecto porque en cada platillo el restaurante se está jugando su mera existencia. Una exigencia descomunal, un terror absoluto que sólo puede sobrevivirse con tragos ocasionales de whisky (u otras ayuditas) y el estado zen que se alcanza repitiendo las mismas acciones una y otra vez.

Cada cocinero tiene misiones diferentes, lo que lo lleva a sufrimientos particulares. No es lo mismo el encargado de repostería que quien lleva las parrillas. El repostero tiene que lograr primores de buen color, textura y deleite, el de las carnes es un bruto con tacto de hada madrina para saber cuándo la buena carne está a punto; ambos se esfuerzan hasta lo indecible por la perfección. Hasta los lavaplatos sufren porque su labor es tener listos y preparados los precisos adminículos del más importante de la cadena, el comensal.

En The Bear hay grandes personajes en el restaurante y también fuera de él. Hay drama familiar y amoroso, todo muy intenso, hasta lúgubre —por eso gran parte de su público fiel grita de dolor cuando colocan al show en la categoría de comedia en las ternas de los Emmy—, pero lo que mantiene la historia a punto son siempre los cocineros y todos lo que forman la cadena de mando del restaurante. Yo tengo debilidad por Richie (interpretado por un actor de alfombra roja y caravanas, Ebon Moss-Bacarach), que en la primera temporada es el gran comediante neurasténico que está siempre a dos segundos de madrearse a alguien, y que medida que avanza la historia tiene una evolución espectacular que lo hace el anfitrión perfecto de The Bear. (Hay que aclarar para quien no ha visto la serie que “The Bear” es el nombre del restaurante y también el apodo familiar de Carmy, el chef). Ayo Edebiri también tiene un gran papel como Sidney, novel cocinera sous-chef que ha crecido en el restaurante hasta volverse ella misma una driving force del equipo.

Debo confesar que he disfrutado cada temporada de The Bear pero extraño ese timing hilarante de la primera temporada llena de chistes cerebrales y el habla callejera de Chicago (recomiendo verla con subtítulos si uno no es un chicaguense nativo). En ese entonces The Bear, el restaurante, todavía no existía, Carmy se hace cargo del lugar de sándwiches de bife que dejó atrás al suicidarse su hermano Michael (interpretado por John Bernthal, otro gran actor de reparto que roba cámara cuando aparece en escena, es un placer verlo actuar en esta serie y en cualquier papel).

En la primera temporada la serie es una comedia con el corazón roto. A medida que progresa la historia, el corazón roto le gana a las risas. Jamie Lee Curtis se echa un palomazo como la madre loca de Carmy (nuestro chef y sus hermanos tuvieron, para más inri, una infancia horrible por la neurosis materna) que está en busca de una redención improbable.

No le hago justicia al reparto, hay tantos buenos actores en cada esquina. Así como los placeres gastronómicos de un gran restaurante vienen de tomarse muy a pecho cada detalle, en The Bear no hay cabo suelto: cada grano de sal, cada personaje, es parte de la revolución televisiva que ha significado la serie durante sus cuatro temporadas. (Todas están disponibles en Disney+, la cuarta se acaba de estrenar y yo que ustedes iba a maratonear). Pero seguro, como yo, y millones de fieles que amamos esta historia, ya saben todo esto. Seamos fieles, rápidos y confiables como cocineros de línea. Seamos fans dedicados que con The Bear uno nunca sabe hasta dónde va a llegar el límite.

Como nota al calce, justo en este momento estoy leyendo a Bill Buford, periodista estadounidense y aficionado gastronómico de buen diente. No, me equivoco, no es una aficionado, es un loco de la carretera: para entender la cocina italiano se mudó a la Toscana con su esposa e hijos y rastreó el origen de cada detalle, desde la pasta hasta la ensalada, mientras sufría como pinche en las cocinas de restaurantes tradicionales de larga historia de decenas, centenares de años, con chefs que estaban más chiflados que él mismo. Calor (Anagrama) es la crónica que resultó de ese salto al vacío. La prosa de Buford es adictiva, sencilla, práctica: buen periodismo.

Bueno, mudarse a Italia no se compara con la aventura de Buford con la gastronomía francesa. En La transmisión del sabor (también disponible en Anagrama), el reportero se tira de cabeza en la cocina de Lyon, la cuna de la gastronomía de ese país. No sólo se acerca con curiosidad, aquí hay otro nivel de compromiso periodístico: Buford de inscribió en el Instituto Bocuse, la escuela de cocina más prestigiosa de Lyon (por lo tanto de Francia y también una de las más voraces del mundo, que por su rigor toma talentos internacionales y escupe los pedacitos) para aprender los rudimentos y después lograr entrar como polizonte (en realidad como aprendiz, un cocinero que está aprendiendo sobre la marcha la alta cocina de restaurantes prime) en una de las cocinas lionesas más demandantes, en las que es humillado una y otra vez hasta que, después de tanta labor, logra una crónica que lo mismo es un recuento de hechos que un examen del espíritu del periodismo todoterreno. Genial.

Si ven The Bear, recomiendo también leer a Buford y al ya mencionado Anthony Bourdain. La cocina es deliciosa pero también es un infierno. Comamos que mañana nos morimos. ¡A mangiare, bon apettite, salud! Yes, chef.

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