Cien días de vértigo: Trump, China y la reconfiguración del orden global

Acaban de cumplirse los primeros cien días del segundo mandato de Donald Trump. Aunque se trata de un referente simbólico sin base legal ni relevancia institucional, sigue siendo una construcción útil para hacer un “corte de caja” y una oportunidad para tomar distancia y analizar hacia dónde se dirige su gobierno. El ritmo es vertiginoso y ha estado marcado por anuncios improvisados, estrategias que parecen contradictorias y una ejecución marcada por la prisa y la confrontación.

Ese entorno ha generado una inestabilidad económica que tiene nerviosos a los mercados. Deutsche Bank advierte que tres señales clave podrían estar anticipando una nueva recesión: Primero, los inversionistas apuestan por recortes agresivos de tasas, pero las expectativas de inflación siguen subiendo, lo que podría obligar a la Reserva Federal a mantenerlas elevadas. Segundo, mientras los bonos del Tesoro reflejan miedo-volatilidad, las acciones y los créditos corporativos aún no muestran ese nivel de alarma. Y Tercero, el apetito por activos estadounidenses se ha debilitado: el dólar cayó a mínimos de tres años y los bonos sufrieron ventas abruptas, todo en medio del caos arancelario y la creciente pérdida de confianza global en la economía estadounidense. A esto se sumó el último dato publicado: el Producto Interno Bruto de Estados Unidos se contrajo 0.4 % en el primer trimestre, por debajo de lo esperado y marcando su primera caída desde 2022. El rumbo es incierto, pero si en los próximos 90 días Estados Unidos logra firmar acuerdos comerciales bilaterales -favorables a su causa-, los mercados podrían recuperar el optimismo y la economía el rumbo.

Sin embargo, en política exterior, el panorama es más incierto y menos esperanzador. Desde su primer día, Trump se propuso redibujar las relaciones comerciales y estratégicas de Estados Unidos, convencido de que debía restaurar el poder y la centralidad global de ese país en el mundo. Prometió “los primeros 100 días más extraordinarios de cualquier presidencia”. Pero al poner esa afirmación a prueba, lo que asoma es un escenario más caótico que transformador, marcado más por la tensión que por los logros. Las tres prioridades que definieron su arranque internacional —1) reordenar el comercio con China; 2) resolver la guerra en Ucrania; y 3) imponer un alto al fuego en Gaza— evidencian el contraste entre su “retórica de imposición” y una ejecución dispersa, deficiente y con un desenlace incierto y potencialmente catastrófico.

1. Trump llegó al poder con la promesa de transformar la relación comercial de Estados Unidos con el mundo, asegurando que el país “cargaba con otros sobre sus espaldas” (es decir, que asumía el costo de relaciones comerciales injustas en las que otros países se beneficiaban a costa del trabajador y la industria estadounidenses) y que eso estaba a punto de cambiar. Esa visión desembocó en el llamado “Día de la Liberación” y en el despliegue, confuso y parcial, de un nuevo régimen arancelario. Según su equipo económico, los aranceles buscan simultáneamente recaudar más ingresos para reducir el déficit, corregir desequilibrios comerciales considerados injustos —particularmente con China—, forzar concesiones macroeconómicas por parte de Beijing y relocalizar empleos e industrias clave dentro del país. Todo apunta, en última instancia, a China. Pero el desenlace sigue siendo incierto. El secretario del Tesoro, Scott Bessent, declaró que espera que Beijing ceda, pues “nos venden cinco veces más de lo que nosotros les vendemos a ellos” y los aranceles actuales “no son sostenibles”. Sin embargo, expertos advierten que ni China ni Europa están en condiciones de bajar tasas de interés ni de “revaluar” sus monedas.

2. Durante su campaña, Trump prometió que terminaría la guerra entre Rusia y Ucrania “en un solo día”. Desde su regreso al poder, ha intentado cumplir esa promesa ejerciendo presión directa sobre Volodímir Zelensky, a quien ha acusado de gobernar sin elecciones libres, insinuando que su legitimidad democrática está en duda, y advirtiéndole además que “no tiene cartas que jugar”. Frente a la cautela de la administración anterior, que evitaba forzar a Kyiv a negociar, Trump ha optado por un enfoque frontal, convencido de que una solución rápida es posible si Ucrania acepta concesiones. Pero la realidad ha resultado menos dócil. Moscú ha rechazado varias propuestas de cese al fuego, y el supuesto acuerdo de “minerales a cambio de seguridad” —una fórmula para intercambiar recursos estratégicos por garantías de protección— se ha desdibujado.

3. Durante su discurso de toma de posesión, Trump prometió que “los rehenes en Medio Oriente volverán a casa con sus familias” y expresó su deseo de “ver el fin de la guerra”. En los primeros días de su mandato, logró anotarse algunos triunfos tempranos: facilitó la liberación de 26 ciudadanos estadounidenses retenidos en Afganistán, Kuwait, Rusia y Gaza, y fue clave en la negociación de un cese al fuego de 42 días entre Israel y Hamás, anunciado el 19 de enero —un día antes de asumir el cargo—, que incluyó la liberación de 33 rehenes israelíes. Sin embargo, ese impulso inicial no se sostuvo. Desde entonces, Trump ha respaldado la decisión del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, de romper el cese al fuego en marzo, lo que reactivó los ataques sobre Gaza y también sobre posiciones de Hezbolá en el sur del Líbano. La promesa de pacificación ha quedado en suspenso, sustituida por una política de alineamiento total con Israel, incluso a costa de agravar la crisis humanitaria en la región.

En estos primeros cien días, su política exterior se ha estructurado en tres ideas centrales. Primera: China ya no es vista como un simple competidor, sino como un adversario estratégico que debe ser aislado —económica, tecnológica y diplomáticamente— antes de que consolide un orden global alternativo. Segunda: el poder militar del siglo XXI no se sostiene solo con armas, sino con fábricas. Recuperar la capacidad industrial es, para Trump, una prioridad geoestratégica: sin producción nacional no hay autonomía, y sin autonomía no hay capacidad real de coacción. Tercera: la diplomacia ya no se concibe como un intercambio entre iguales, sino como una lógica de imposición. Para Trump, no hay espacio para la ambigüedad: o se está con Estados Unidos, o se está con China.

Trump está descubriendo que el uso del “poder de extorsión” como única herramienta tiene un alcance limitado. Por más que apueste a la presión y al desequilibrio como estrategia, los países toman decisiones según sus propios intereses y prioridades, finalmente para eso existe la diplomacia internacional. Algunas naciones cederán; otras ¿se alinearán con China? El verdadero dilema es si desmantelar el orden internacional y alienar a los aliados naturales de Estados Unidos es el camino más eficaz para contenerla. Porque, aunque Trump insista en restaurar la autosuficiencia estadounidense, la realidad es que Estados Unidos no puede reconstruir su base industrial al ritmo ni a la escala que el nuevo escenario exige. Necesitará aliados, socios, rutas compartidas. Y si su lógica de confrontación se impone sobre la de cooperación, lo que emergerá no será un nuevo equilibrio, sino una fragmentación más profunda del sistema global.

Sin el orden internacional que su propio país instauró tras la Segunda Guerra Mundial —y que él mismo está desmantelando—, ¿qué queda de los organismos internacionales cuando pierden legitimidad y no se construye nada en su lugar? ¿Quién va a definir las reglas del comercio, la tecnología y el poder? ¿Cuánto poder conserva una nación que se queda sin aliados, sin consensos y sin una arquitectura global que la respalde?

Y la pregunta del millón: ¿Podrá Estados Unidos contener a China sin volverse irreconocible en el intento?

*El autor es fundador de News Sensei, un brief diario con todo lo que necesitas para empezar tu día. Engloba inteligencia geopolítica, trends bursátiles y futurología. ¡Suscríbete gratis aquí!

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