Bajo llave en el Vaticano
Cada vez que los cardenales emitan su voto no podrán eludir contemplar la espectacular escena del Juicio Final de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina; frente a ella se ubica la urna, un recordatorio de la naturaleza profundamente espiritual del acto y de la responsabilidad que entraña. Pero se vota. Es también, por tanto, un acto político. Se supone que lo inspira el Espíritu Santo, aunque lo que importa al final es que algún cardenal acabe obteniendo dos tercios de los sufragios emitidos, por decirlo en la jerga a la que estamos acostumbrados. El hecho de que se desenvuelva en esta mezcolanza entre lo divino y lo humano, lo temporal y lo sagrado, es lo que hace a los cónclaves tan irresistibles. O que todo el proceso tenga lugar en uno de los escenarios más bellos del mundo y siguiendo un rito que hunde sus raíces en el siglo XIII. O que todo sea tan hermético e impredecible: no hay encuestas, ni programas, ni siquiera candidatos. Solo disponemos de supuestos papabili, seleccionados por los expertos en cosas vaticanas, raza similar a la de los antiguos kremlinólogos; o sea, que navegamos en la incertidumbre. Frente a todo esto, ceremonias como el funeral o la coronación de un rey inglés quedan casi como un acto vulgar.