Asústame, panteón, con Neil Gaiman y J.K. Rowling (o por qué amo a los monstruos)

Voy a una clase de yoga en la Roma, CDMX. Barrio bohemio, woke y (dicen unos) gentrificado por nómadas digitales de Gringolandia. En la clase no hay código de vestimenta, la ropa debe ser cómoda y ya.

Pues, amigos, tuve que hacer una reflexión ante mi guardarropa. La mitad de mi ropa son playeras de temas geeks como cómics, películas y demás. Saqué una al azar: el emblema de Hogwarts. Oquéi, diosita, ¿qué estás tratando de decirme? ¿Me sentiría cómoda con una playera de la obra de la canceladísima J.K. Rowling? Soy necia y también soy periodista. Me puse la playera a ver si pasaba algo.

No pasó nada. Sin miradas, sin reclamos. Sólo una geek más. Pero mi reflexión ante mi clóset me puso a pensar. ¿Tenemos que pedir perdón por los héroes que hemos escogido? En los caminos de la vida se pisa mucha mierda, nuestros héroes nos hacen más leve la senda.

Vienen a la cabeza varios ídolos problemáticos. Los cineastas Roman Polanski y Woody Allen; los escritores pronazis Louis-Ferdinand Céline y Ezra Pound; o el propio Pablo Picasso, espíritu patronal de esta columna, un violentador de todas las mujeres que tuvieron la mala fortuna de pasar por su cama.

Nuestra mente colectiva los ha exaltado a lugares especiales, esos que eso sólo están separados para un puñado de seres humanos. Los amamos y cuando examinamos sus vidas los odiamos. Hasta nos sentimos culpables de disfrutar de su arte.

En esta actualidad nuestra en la que la información vuela en todas direcciones (el escenario en el que “the shit hits the fan” se va volviendo la norma), las figuras públicas no tienen dónde esconderse. Es tan fácil juzgarlos, cancelarlos, “funarlos”. Una era pesadillesca para las oficinas de relaciones públicas. Pobrecitos.

Pienso de nuevo en Rowling. Su postura transfóbica no se la inventó nadie, no hizo falta rascar en su vida privada. Ella misma se ha convertido en una paladín contra la transexualidad, ha sido completamente vocal al respecto. Todo empezó con un tweet, una declaración en un asunto público de Reino Unido que no viene al caso recordar en detalle. Pronto Rowling emprendió la cruzada contra las mujeres trans y ha usado su fortuna conseguida con los libros de Harry Potter para impulsar su causa. Hace unas semanas consiguió una triunfo espectacular ante la Suprema Corte escocesa para evitar que a las mujeres trans se les considere mujeres en toda regla (como diría un biólogo rancio y reaccionario: las mujeres que reglan son las únicas mujeres).

Es triste porque estoy segura que muchos de los lectores que crecieron leyendo los libros de Rowling seguro fueron niños, niñas y niñes trans que sentían que un outcast como Harry Potter les representaba. Si Harry pudo triunfar, hacer amigos y ser finalmente feliz, ¿por qué ellos no? Muchos de esos niños trans estuvieron haciendo fila en librerías de todo el mundo en su medianoche local esperando que salieran a la venta los tomos finales de la saga (yo misma hice esa fila). Y Rowling los traicionó.

También me puse a pensar en Neil Gaiman, otro de mis héroes. Gaiman es un hechicero con las palabras. Sus historias fantásticas me han acompañado desde los comienzos de este siglo, años finales de mi adolescencia. Cuando leí su novela American Gods supe que iba a leer toda la obra gaimaniana.

Es difícil rastrear a Gaiman porque escribe como un demonio que fuma cristal, desde cómics hasta guiones y artículos de opinión y no para, parece que ningún medio le es ajeno. Un autor vivo que trabaja a todo tren.

O era. Su fulgurante carrera, parece, se acabó hace unos meses. Un artículo en la revista Vulture lo destruyó. Mujeres que habían convivido con él lo acusaron de maneras muy vehementes de abuso sexual. El artículo es grotesco, muy gráfico, hay que leerlo con precaución. Si alguien sufrió abusos de ese tipo no recomiendo leerlo. Gaiman tiene un libro titulado Trigger Warning (traducido al español bajo el título Material Sensible y editado por Lumen), es cuando menos irónico que él mismo se haya convertido en una trigger warning.

Así que un hombre que se presentaba a sí mismo como una voz inteligente y sensible en los temas más dolorosos como el abuso escolar y la discriminación, era ahora un depredador, una bestia del horror.

Gaiman no se ha podido levantar de la lona. Perdió su lugar en proyectos muy exitosos como la adaptación a serie de su novela Good Omens (escrita a cuatro manos con Terry Pratchett), que fue cortada en seco después de un par de temporadas. Lo mismo pasó con la adaptación The Sandman para Netflix, cancelada en la segunda temporada.

(Acá hay que hacer una pausa. Como dice la escritora Mariana Enríquez, The Sandman, novela gráfica en diez tomos, es la obra de ficción más importante de la década del noventa. Dígannos exageradas a Enríquez y a mí pero esta es una colina que defenderé con mi pellejo. The Sandman es el trabajo de un genio, de un creador de pesadillas. De un artista en pleno éxtasis).

Hace unos días se estrenó una tanda de los últimos capítulos de la adaptación de The Sandman para Netflix. No he podido verla. Pero claro que la veré, sin culpa y sin miedo. Gaiman puede ser un hijo de la chingada, yo me quedo con sus palabras. Tengo miedo de sentir compasión por él y ser acusada de insensible; ese temor al juicio ajeno siempre existe. No queremos que se nos considere malas personas por interpósita persona. Habría que mandar muy lejos esas opiniones simplonas y maniqueas. Hay que tener compromisos en esta vida, y yo me lo echo con Gaiman y otros artistas cuyos trabajos han hecho mejor mi vida —o al menos más emocionante.

Pero, siempre hay un pero, hay una pregunta: ¿disfrutar de la obra de estos artistas que amamos, que nos han hecho sentir vivos, nos convierte a nosotros mismos en monstruos? Los gringos, que tan fácilmente exaltan como destruyen, tienen esta conseja: si el artista está vivo, entonces “consumir” su trabajo nos convierte en cómplices porque lo estamos financiando para seguir haciendo el mal.

Esta pregunta es abordada sin miedo por la periodista Claire Dededer en su libro Monster: a fan’s dilemma. Tenemos a nuestros monstruos héroes, y qué. Subirse al caballo de la autoridad moral… Ah, dice Dederer, quizá deberíamos observarnos a nosotros mismos; dejar de pensar que cancelar a una artista nos hace mejores personas y que admirarle nos hace ciegos. Pensamos que nuestros héroes nos definen moralmente. Quizá deberíamos pensarlo mejor.

Amar a Polanski no te hace violador, odiarlo no te hace el amo de la Justicia Eterna. Para Dederer, quien en su libro habla en primerísima persona sin esconderse en colectivos como “las mujeres”, “las feministas” o “el público y la crítica”, el conflicto debe ponerse en la mesa y las posiciones han de ser matizadas. Es correcto que nuestros héroes nos rompan el corazón en la vida real así como también nos enamoren con su arte.

No hay héroes impolutos. Ser un público adulto es entender esto. Si quiere el público, o cierta parte del público, únicamente disfrutar de artistas que son fuerzas morales al final nos quedaremos sin héroes, sin arte. Como concluye Dederer, si un artista regresa en espíritu a este mundo ingrato, esperemos que su persona sea tan dulce como es su arte. “We can only hope”, dice Dederer. Obra y artista en el mismo plano, ojalá. Pero si no: nos queda el arte. En algunos casos, el arte inmortal.

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