40 horas

Todos los gobernantes con una filosofía estatista que cree que el gobierno puede planificar la actividad económica del país tienen algo en común: creen que los precios son irrelevantes o que estos pueden ser determinados exógenamente en el nivel que ellos consideran como “justo” y que los incentivos no importan. En ambos casos cometen un error que se traduce en un menor nivel de bienestar para la población.

Primero, los precios “justos” no existen; el precio “más justo” para los consumidores es cero mientras que el precio “más justo” para los productores sería infinito. Lo que los estatistas desconocen es que los precios tienen dos funciones primordiales. La primera es reflejar la escasez relativa de los bienes de producción, es decir, cumplen la labor de enviar las señales para cómo asignarlos. La segunda función es equilibrar los mercados, igualar la cantidad demandada con la cantidad ofrecida (la demanda y la oferta nunca se igualan, son funciones diferentes; no diga barbaridades).

Determinar exógenamente los precios resulta primero en una asignación ineficiente de recursos con el consecuente costo en bienestar y, segundo, impiden que las cantidades demandadas y ofrecidas se igualen; si está por arriba del equilibrio (salarios, precios de garantía) genera un exceso de oferta, mientras que si se fija por debajo del equilibrio (precios máximos) genera un exceso de demanda. En ambos casos, hay una pérdida de bienestar social.

Por otra parte, los incentivos sí importan. Si estos no están alineados con el objetivo deseado (son incentivos perversos), generarán un resultado subóptimo o incluso contrario al deseado. Si los precios son fijados exógenamente a un nivel diferente al de equilibrio, no se generan los incentivos para lograr la asignación de recursos escasos que permita la maximización del bienestar social.

La nueva ocurrencia de la presidente Sheinbaum es que para 2030 los trabajadores mexicanos solo laboren 40 horas semanales. Suena bien, ya que los trabajadores mexicanos laboran en promedio muchas más horas al año (2,220) que los estadounidenses (1,892), franceses (1,565), canadienses (1,644), israelíes (1,820), japoneses (1,903), alemanes (1,783), ingleses (1,866) y muchos más. Pero se le olvida un pequeño detalle: en los países desarrollados los individuos trabajan menos horas porque, oh sorpresa, son desarrollados. Además, la propuesta de la presidente de reducir la jornada laboral en México no considera ni los salarios ni la productividad y menos aún el arreglo institucional del mercado laboral, particularmente lo correspondiente a la seguridad social.

Al contratar trabajadores, las empresas toman en consideración su costo integral y la productividad que tienen al combinarse con el capital físico dada una determinada tecnología de producción. La empresa compara el costo de la mano de obra con su productividad, es decir, cuánto contribuye a los ingresos y utilidades.

El costo integral está compuesto de varios elementos: el salario bruto a pagar por hora/día/semana, las contribuciones al sistema de seguridad social (IMSS, Afore, Infonavit), vacaciones, aguinaldo, capacitación, potenciales licencias por maternidad/paternidad, potencial reparto de utilidades, prestaciones dentro de la empresa en caso de haberlas (comedores, uniformes, transporte, etcétera) y cuotas sindicales en su caso.

Ahora vamos a la última Encuesta de Ocupación y Empleo del INEGI. Según esta, en el mes de marzo del presente año, de una población total de 15 años o más de 102.9 millones de individuos, 61.1 millones conforman la PEA, a los cuales habría que agregar 5.1 millones que no están económicamente activos pero sí se encuentran disponibles para incorporarse al mercado laboral. De los que están en la PEA, 59.7 millones estaban ocupados.

Por otra parte, del total de individuos ocupados, el 54.4% de ellos (32.5 millones) se encontraba en una situación de informalidad, es decir, no tienen acceso al sistema de seguridad social. Más aún, del total de individuos ocupados, el 29.1% (17.4 millones) laboraba en el sector informal de la economía en empresas no constituidas formalmente con una muy baja productividad y, obviamente, sin seguridad social.

Varios son los elementos que explican estas dos elevadas magnitudes de informalidad, destacando las barreras regulatorias a la entrada y salida de empresas de los mercados, el tratamiento fiscal diferenciado y, de manera sobresaliente, el esquema de contribuciones patronales al sistema de seguridad social, mismas que actúan como un impuesto implícito al empleo formal.

Reducir la jornada laboral semanal de 48 a 40 horas sin una mayor productividad y sin modificar el esquema de seguridad social implica, necesariamente, un encarecimiento de la mano de obra. El resultado de esta medida sería que varias empresas y sus trabajadores migrarían hacia la informalidad, lo cual a su vez se traduciría en una menor productividad y, muy significativo, una pérdida para los trabajadores que ya no tendrían el acceso a la seguridad social ni otras prestaciones.

Estaríamos en el caso de una medida con incentivos perversos cuyo resultado sería el contrario al deseado con un efecto adicional: reduciría aún más la tasa de crecimiento de la economía. Si queremos reducir la jornada laboral, primero hay que generar los incentivos correctos alineados con el objetivo de crecimiento y desarrollo económico, cosa que el gobierno no está haciendo.

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