La guerra de las simulaciones

Como prueba personal que le hice a mi psicoanalista, me gustaba hablarle del niño mexicano Joaquín Velázquez en lugar de hablar de mí misma. 

Evadirse —o al menos parecerlo— es una estrategia personal. Simular ser real.

Uno se borra un poco. Se camuflajea con el ambiente. Se esconde uno como buen miope profesional que lo mira todo: todo se hace líquido, sin pronunciamiento o definición, todo se junta con todo, como si la realidad perdiera sus costuras.

En 1938, Joaquín utilizó el poder de su pensamiento para mover objetos sin tocarlos. Este niño apagó y prendió bombillas, hizo volar piedras y movió muebles, con tan sólo concentrarse. Sus palmas estaban pintadas de negro para que no pudiese hacer trampa moviendo mesas y sillas, sino con la voluntad del poder de su mente. No había manchas negras en los objetos que delataran alguna mañosería, se comprobó científicamente muchas veces. Al menos así lo relatan las crónicas y periódicos de esos tiempos.

También le hablé de este chico que se me acercó hace poco y me dijo que él causaba tormentas. Se me hizo inquietante y bello. Me dijo que iba al campo y por medio de unos movimientos específicos lo lograba.

Me mandó un video. De pie frente a la tormenta y realizando movimientos extremos, era atrevido, hermoso y lleno de fuerza masculina. Movía los brazos con destreza y energía, la parte superior de su joven cuerpo resistía valientemente la tragedia, inclinado hacia adelante. Sus piernas y pies estaban firmemente arraigados al suelo, mientras corrientes de agua caían sobre él. Él no tenía dudas de que él mismo fue quien provocó los relámpagos y la lluvia torrencial, y se quedó allí y soportó todo: el frío, el agua helada, el viento feroz y las burlas de los demás.

Todos los días necesitamos aclarar si lo que estamos experimentando es real o no. Para contrarrestar esta ola de información que recibimos y saber si lo que vemos es verdadero. Para no naufragar en la simulación.

Quizá por eso estos dos muchachos —Joaquín y el que convoca tormentas— me obsesionan: ambos viven en un borde donde la mente crea realidad, o parece hacerlo.

Nos escondemos dentro de nosotros mismos y seguimos preguntándonos qué es verdad y qué no. ¿Nuestra mente está impregnada de lo que imaginamos sobre el mundo y los demás, o son nuestras creencias las que determinan esa realidad?

Y si bien los ejemplos anteriores están llenos de misterio, belleza cruda y una promesa de desprendimiento de nuestras limitaciones, en esa frontera donde lo real y lo imaginado se mezclan, aparece también un uso más oscuro, casi inevitable. La manipulación de las masas está a la orden del día cuando tocamos lo no real, esa niebla que otros moldean para decirnos qué es verdad.

Políticamente, y aquí me refiero a la política como a todo lo que el ser humano hace socialmente, para beneficiarse de esta enfermedad —la ambigüedad entre lo real y lo imaginado— basta con declararse víctima, por ejemplo, aun cuando no lo sea. De ahí se puede obtener la simpatía y la lástima del entorno y, sobre todo, el permiso para abusar.

Porque la víctima y el perpetrador pertenecen a la misma rueda, sólo que en distintos momentos.

Para salir de la rueda, debe haber autoridad para poner fin al ciclo y poner orden y reglas claras en la estructura social: Crimen y castigo. Lo único que detiene esa rueda.

La disonancia cognitiva trata sobre el no atreverse a sentir lo que verdaderamente sentimos, al situarnos en esta diferencia entre lo que imaginamos y lo que es real.

La mente es un territorio fascinado, siempre al borde de inventar tormentas, remolinos psíquicos. El futuro social se presenta como un enigma.

Una novela de ciencia ficción que insiste en llamarse realidad.

X: @NalleliCandiani

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