Inseguridad: ¿Combatir las causas? ¿Cuáles?

En México cada sexenio promete reinventar la estrategia de seguridad y cada uno acaba descubriendo que no hay atajos.

El anterior resumió su doctrina en una frase tan recordada como polémica: “abrazos, no balazos”. Detrás de ella había un principio —la idea de que la violencia no se combate con más violencia— y una promesa: reducir la inseguridad atacando las causas sociales.

Suena bien. Pero el problema fue que, mientras se tejía el discurso, las balas siguieron silbando.

Nadie se oponía realmente a los “abrazos” entendidos como programas sociales: Sembrando Vida, Jóvenes Construyendo el Futuro o las becas que buscaban abrir oportunidades.

El conflicto vino con el “no balazos”, que muchos interpretaron —a veces con razón— como la renuncia del Estado al uso legítimo de la fuerza.

Las imágenes de militares replegándose, comunidades desarmando soldados o pobladores enfrentando al crimen fueron símbolo de una estrategia que confundió prudencia con omisión.

La consecuencia fue clara: creció la sensación de indefensión.

Hoy, con Claudia Sheinbaum al frente, se percibe un viraje.

Sin renunciar a la vertiente social, su discurso y acciones apuntan más bien a una política de “abrazos, inteligencia y balazos”.

Una fórmula que incorpora la información y la tecnología en la persecución del delito, pero también recupera la acción directa del Estado.

Las cifras de homicidios muestran un descenso en varios estados, y las operaciones contra el tráfico de fentanilo o la captura de generadores de violencia reflejan un intento de equilibrio: usar la fuerza cuando es necesaria y la prevención cuando es posible.

Las nuevas caras del crimen

Sin embargo, el desafío actual ya no se mide sólo en balaceras o índices de asesinatos.

La inseguridad se reconfiguró territorial y económicamente.

Hoy, en muchos municipios, los grupos criminales controlan actividades productivas completas: transporte, minería, aguacate, pollo, limón, hasta la distribución de cerveza.

Extorsionan, cobran “derecho de piso”, regulan quién entra o sale, y a menudo lo hacen con complicidad institucional.

Por eso, aunque es positivo que el Congreso haya aprobado la Ley contra la Extorsión, será inútil si no va acompañada de un componente más profundo: la investigación y sanción de la corrupción.

Sin autoridades limpias, ninguna ley pega.

Sin funcionarios capaces de resistir la presión o el soborno, cualquier operativo es un fuego fatuo.

Los delincuentes, sabemos, no sólo intimidan: corrompen.

Compran silencio político, protección policial, contratos públicos, incluso complicidad financiera.

La frase “combatir las causas” se repite con buena intención, pero la verdadera causa de la inseguridad no es una condición de pobreza, sino la corrupción generalizada.

Es la corrupción la que permite que los delincuentes operen con impunidad; es la corrupción la que abre puertas, borra registros y manipula carpetas.

Sin combatirla, todo programa social será apenas un analgésico.

Michoacán como espejo

El reciente Plan Michoacán, presentado con la intención de recuperar la paz en ese estado, puede ser un laboratorio de la nueva estrategia.

Se propone más presencia federal, mejor coordinación y desarrollo regional.

Pero le falta un componente clave: la investigación de las redes de corrupción que sostienen la violencia.

Si no se esclarece quién protege, quién financia, quién lava y quién se beneficia, el esfuerzo quedará incompleto.

Michoacán es, en muchos sentidos, la síntesis del problema nacional: grupos armados que controlan territorios, autoridades cooptadas y una sociedad civil agotada.

Recuperar la paz no requiere sólo patrullas; requiere romper la cadena de complicidades.

Política y crimen: una frontera difusa

Y el tiempo apremia.

En menos de un año, 17 estados iniciarán procesos para renovar gubernaturas y alcaldías.

La pregunta no es menor: ¿qué harán los partidos para evitar candidatos infiltrados o financiados por el crimen?

Cada elección es también una puerta de entrada para intereses oscuros.

Si los partidos priorizan ganar sobre garantizar gobiernos honestos, la espiral continuará.

La delincuencia aprendió que el poder político es más rentable que el fusil.

Ya no busca sólo dominar territorios: busca controlar presupuestos y decisiones.

Y lo hace por dos vías: corrompiendo autoridades o colocando a las suyas en el poder.

De ahí la urgencia de blindar los procesos internos, vigilar el financiamiento y reforzar la rendición de cuentas.

Una estrategia integral

El gobierno parece, por fin, entender que la inseguridad no es un asunto de ideología, sino de institucionalidad.

No se trata de elegir entre abrazos o balazos, sino de asegurar que quien imparta justicia no esté en la nómina equivocada.

Si logramos eso, quizá —por primera vez— dejaremos de ver esta misma película cada seis años.

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