Celebrando al poeta del corazón en los ojos
Hoy, parecería que nada podemos festejar. Es lunes, ya se fueron las Catrinas, del pan de muerto solo quedan migajas y tal vez en nuestro espíritu un leve dolor de cabeza. Vale más acudir al proverbio que aconseja cuidarse de los perros y las aguas silenciosas, hilvanar de nuevo cada hora del desastre, escribir en tono trágico sobre la falsa utilidad de la tragedia o elaborar un canto heroico por las tierras sumergidas. Pero mejor no. Suficiente pena existe por todo lo perdido y la memoria de Tabasco todavía se acuerda. De su sol, su tierra verde, las páginas de Gorostiza, los cantos de Esperanza Iris, las letras de Joaquín Casasús y los poemas de Pellicer. Por ello, lector querido, si vamos a hablar de algo, hablemos de aquellos que nacieron en el Edén – porque Tabasco siempre lo ha sido– de los que ya son inmortales, no se han ido, ni se van.
Pero primero, el primero. Carlos Pellicer nació en Villahermosa, cuando todavía se llamaba San Juan Bautista, el 3 de noviembre de 1897, aunque algunos juraron que en febrero. Si su madre le enseñó las primeras letras, fue su tierra la que le regaló la inspiración. Sus viajes, sus estudios fuera del estado, el itinerario de su vida política, la “evangelización” literaria para los alejados del alfabeto lo emocionaban y retenían, pero al final siempre lo arrojaban de vuelta a su trópico entrañable. Todos sus amores tenían la misma dirección. El de la literatura, sin duda; el de la poesía, irremediable.
“¿Sabes, Carlos, que lo malo de ti es que eres no un poeta, sino dos? – le escribió un día José Gorostiza a Pellicer. El que me gusta a mí – le decía– es el poeta de los sentidos. Ojalá que fueras siempre ese poeta. En el edificio de nuestra poesía, eres la ventana; la ventana grande que mira al campo, hambrienta, cada noche, de desayunarse un nuevo panorama, cada día. Nosotros – tú lo sabes– somos las piezas de adentro. Xavier (Villaurrutia) el corredor. Los demás, las alcobas. Hasta la última, la del fondo, que es Jaime Torres Bodet, está amagada de penumbras, con una ventanita alta a la huerta, y dentro, en un rincón, la lámpara en que se quema el aceite de todas las confidencias. ¿Salvador Novo? La azotea. Los trapos al sol. ¡Y ese inquieto de González Rojo, que no se acuesta nunca en su cama!”.
Se refería, por supuesto, al grupo de los llamados “Contemporáneos” al que Pellicer pertenecía. Y para hablar de aquellos poetas solamente otro poeta y en cuanto a describirlo a él resultaba muy difícil: ¿el poeta del trópico, el del corazón en los ojos, el poeta en aeroplano, el del cántico de las criaturas?
Otra de sus pasiones, la Museología también lo hizo regresar. Suyo es el crédito por la existencia del extraordinario Parque Museo de La Venta, centro de la cultura olmeca situado en Villahermosa, que inauguró en 1958, también el de la Casa – Museo Frida Kahlo de Coyoacán –la famosa Casa Azul–, que inauguró en 1964, y por el Museo Anahuacalli edificio y colección donada al pueblo mexicano por Diego Rivera y que Pellicer también inauguró.
“Cuando hago un museo – dijo alguna vez, recapitulando– y los he hecho siempre solo; todos los errores son míos, y si hay aciertos también son míos. Estoy más cerca de la lógica y el orden a través del tacto, moviendo o movilizando objetos, que manejando las palabras. Para mí, hombre confundido con la tierra, las palabras son demasiado volátiles: se me escapan de las manos. En la organización de museos es donde me encuentro con menos obstáculos, con mayor posibilidad de ejercer, de establecer el orden”.
Sus palabras – también ordenadas a la perfección–, siguieron combinándose volátiles y definitivas, en los versos que para su tierra nunca dejó de escribir. No digamos nada más. Dejemos que Pellicer lo diga. En este poema suyo, perfecto para estos días tan necesitados de memorias buenas:
Tabasco en sangre madura/ y en mí su poder sangró. / Agua y tierra el sol se jura;/ y en nubarrón de espesura/ la joven tierra surgió. / Tiempo de Tabasco; en hondo/ suspiro te gozo así./ Contigo, cerca de mí/ tiempo de morir escondo.
Arde en Tabasco la vida/ de tal suerte, que la muerte/ vive por morir hendida, de un gran hachazo de vida/ que da sin querer la muerte. / Agua de Tabasco vengo/ y agua de Tabasco voy. / De agua hermosa es mi abolengo; / y es por eso que aquí estoy/ dichoso con lo que tengo.
Festejar a Carlos Pellicer es posible cada día. Leyendo sus obras, sumergiéndose en su visión poética, su amor por la naturaleza y su preocupación por la identidad nacional (“México ha empezado su mexicanización y la patria no se hace copiando sino creando“, dijo alguna vez). No responda preguntas sobre sus avatares ideológicos o su vida personal y dejó testimonio por escrito: “La realidad es cosa mía, es decir, lo que usted nunca verá.”
