¿Charlie Kirk y Palacio? Hablar cuesta caro
Un joven de 31 años, esposo y padre de familia, fue asesinado en un campus universitario en Utah por el “delito” de expresar ideas. La bala que le quitó la vida no es más que el síntoma; la enfermedad de fondo es cultural: hemos llegado a tolerar la violencia como herramienta legítima para silenciar al que piensa distinto.
En Estados Unidos, la señal es clara y alarmante. Uno de cada tres estudiantes considera aceptable usar la violencia para impedir discursos en el campus. En Yale y Stanford, futuros abogados —quienes deberían ser los guardianes del derecho y la libertad— interrumpen a jueces y académicos con total impunidad. En Columbia, radicales expulsan a estudiantes de su propia biblioteca como si se tratara de enemigos del pueblo. El mensaje es inequívoco: las universidades, que alguna vez fueron templos de debate, se han degradado en fábricas de intolerancia.
Mill advirtió que incluso una sola voz merece ser escuchada, porque en ella puede residir la verdad que la mayoría ignora. Tocqueville explicó que la fortaleza de la democracia se mide en la pluralidad de voces. Y Hayek nos recordó que sin libertad de pensamiento y expresión, ninguna otra libertad es posible. Sin embargo, esas advertencias se ignoran hoy con arrogancia.
La batalla que enfrentamos no es meramente legal, sino cultural. Nadie dispara creyendo que está equivocado; lo hace convencido de que su causa es justa. Esa es la verdadera amenaza: una generación educada para pensar que censurar, cancelar o destruir al adversario constituye un acto de justicia. Cuando esa mentalidad se instala, ninguna ley puede proteger a una sociedad de su propia decadencia.
El espejo mexicano
Creer que se trata de un fenómeno exclusivo de Estados Unidos sería ingenuo. En México, la libertad de expresión también está bajo asedio, aunque con métodos distintos. Una diputada que busca censurar a los ciudadanos bajo la bandera de la ideología de género encarna el mismo desprecio por la libertad que se observa en los campus norteamericanos.
Las conferencias mañaneras se han convertido en maquinaria de manipulación. Mientras la presidenta dicta su narrativa, ejércitos de bots destrozan en redes sociales a cualquiera que se atreva a disentir. Recordemos el caso de la estudiante que cuestionó a Noroña: en lugar de abrirse un debate, fue linchada digitalmente. El mensaje, otra vez, es brutal: cuestionar al poder tiene un costo.
La lógica es la misma en ambos países: deshumanizar al adversario, silenciarlo y presentar la censura como virtud. La diferencia es que en México la violencia política y el asesinato de periodistas ya forman parte del paisaje. El resultado combinado es devastador: se normaliza la idea de que disentir no solo arruina tu reputación, sino que puede costarte la vida.
Una advertencia urgente
Los datos duros lo confirman. Estudios académicos serios muestran que, aunque el apoyo a la violencia política en EE.UU. es minoritario —apenas un 2–4% la justifica de forma consistente—, esa minoría radical encuentra legitimación en líderes irresponsables y en un clima cultural que cada vez tolera más el odio como arma política. The Economist reporta que hasta un 30% de jóvenes liberales ha llegado a justificar la violencia; tras el 6 de enero, más de un tercio de los republicanos aceptó que los “verdaderos patriotas” debían recurrir a la fuerza para salvar al país. En paralelo, en México ARTICLE 19 documentó más de 500 agresiones contra periodistas solo en 2023. La conclusión es clara: disentir se ha convertido en una actividad de alto riesgo.
Frente a esto, la respuesta no puede ser tibia. Una democracia que no tolera la crítica deja de ser democracia. Defender la libertad de expresión no es un lujo académico ni una concesión del poder: es la condición de toda sociedad libre.
El dilema de nuestra época
La historia ofrece lecciones que México haría bien en mirar. Sudáfrica eligió enfrentar el trauma del apartheid con una Comisión de la Verdad y Reconciliación que apostó por la palabra antes que por la venganza. Alemania convirtió la Streitkultur, la cultura del debate vigoroso, en un antídoto contra la intolerancia que una vez la llevó al nazismo. Y en Asia, la tradición de Gandhi mostró que la no violencia es una forma superior de resistencia frente al poder arbitrario. Estos ejemplos prueban que ninguna nación está condenada a la decadencia si decide reafirmar tres principios: defender sin titubeos la libertad de expresión, crear espacios de diálogo plural y rechazar la normalización de la violencia política. México necesita esa misma claridad: o se aferra a la palabra libre como último dique frente a la barbarie, o quedará atrapado en la espiral de miedo y censura que ya devora a sus instituciones.