El optimismo
No cabe duda de que los mexicanos tenemos una propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más favorable. “Somos optimistas”, como repite una y otra vez la presidenta Claudia Sheinbaum a propósito de casi cualquier tema. Recientemente lo hizo después de que el Fondo Monetario Internacional (FMI) ajustó la perspectiva de crecimiento del país a apenas 1% en 2025.
El 1% es un número débil, insuficiente para sostener las ambiciones del llamado Plan México, que aspira a colocar al país entre las diez economías más grandes del mundo hacia 2030. Para que México logre un desarrollo económico y social sostenido, la economía tendría que crecer de manera consistente por encima del 4.5% anual. Sólo para dimensionar, el FMI estima que Brasil, India y Turquía crecerán este año un 2.3%, 6.2% y 3.0%, respectivamente.
Entre los riesgos que identifica el organismo está, por supuesto, la revisión del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). Y a propósito del acuerdo, lo que dominó titulares en días recientes fue la visita del primer ministro canadiense, Mark Carney. Algunos interpretaron su paso por la Ciudad de México como un gesto de reconocimiento: Canadá habría comprendido que México es más importante para Washington de lo que Ottawa creía, y que le conviene caminar a nuestro lado en las negociaciones.
Es un diagnóstico cómodo, pero simplista. La visita de Carney a México fue un éxito diplomático para Sheinbaum, sí, pero eso no equivale a un alineamiento automático ni completo entre ambos países. México y Canadá juegan papeles distintos frente a Washington: el primero es clave en la manufactura y el sector automotriz; el segundo, en petróleo y energéticos. Y, conviene subrayarlo, la energía sigue siendo estratégica. En cualquier caso, lo relevante es que Norteamérica sólo funciona como región, no como suma de favoritismos bilaterales.
En la conferencia conjunta, Sheinbaum y Carney insistieron en la cooperación cuando se les preguntó por la posibilidad de acuerdos bilaterales si Washington empuja en esa dirección. Sería un escenario subóptimo, pero no imposible. Lo cierto es que la afinidad cultural entre Canadá y Estados Unidos no se ha traducido en ventajas para Ottawa. Además, el acercamiento entre Sheinbaum y Carney servirá de contrapeso, aunque más por interés canadiense que por iniciativa del gobierno mexicano. La embajada en Ottawa, encabezada por un político que no habla inglés, es muestra clara del desinterés de años.
Desde mi perspectiva, una variable que hoy marca la diferencia es la imagen internacional de Sheinbaum. La presidenta ha cultivado un prestigio singular. Tanto la prensa como varios líderes internacionales coinciden en que ha sabido lidiar con Donald Trump, un mérito escaso en el escenario global. De ahí la invitación de Carney a la cumbre del G7 en Canadá hace unos meses y su visita a México para colmarla de elogios, al punto de citar a Benito Juárez en español.
Pero más allá de la retórica, la sustancia sigue pendiente. Ni las simpatías diplomáticas ni las fotos sonrientes compensan las trabas que frenan la inversión, afectan el día a día del empresariado y erosionan el Estado de derecho. Ahí está la paradoja: el discurso del optimismo se repite como mantra mientras la realidad envía señales mucho menos alentadoras. Una economía que apenas crecerá 1%, un T-MEC incierto, una burocracia que ahoga proyectos, un poder judicial “electo” por el oficialismo y, en breve, una ley de amparo debilitada.
Es comprensible, incluso natural, que las autoridades se declaren optimistas. El ánimo forma parte del mensaje político. Pero cuando el optimismo no se sostiene en realismo, no inspira confianza, sólo fabrica espejismos.