Impuestos saludables: del oxímoron lingüístico a la paradoja fiscal en México

La historia de los llamados impuestos saludables comienza mucho antes de que existiera la expresión. Desde el siglo XVII los Estados descubrieron que ciertos productos de consumo masivo —tabaco, alcohol, café, azúcar— podían convertirse en fuentes privilegiadas de recaudación. No era una cuestión de salud, sino de mantenimiento de aparatos burocráticos en formación, legitimado en la condena moral de los llamados productos de vicio. De ahí surgió la noción de “impuestos al pecado”, que durante siglos combinaron utilidad fiscal con justificación moralista.

El giro sanitario aparece mucho después. A finales del siglo XIX y principios del XX, con la consolidación de la higiene pública y la medicina social, los impuestos al alcohol se presentaron también como instrumentos para combatir el alcoholismo y sus consecuencias sociales. En la segunda mitad del siglo XX, con el auge de la epidemiología y los informes médicos que asociaban el tabaco con cáncer y enfermedades cardiovasculares, la narrativa cambió. El argumento dejó de ser únicamente fiscal o moral, sino preventivo: gravar al tabaco para reducir su consumo y, con ello, la carga de enfermedad.

Desde los años setenta, la Organización Mundial de la Salud (OMS) comenzó a recomendar los impuestos al tabaco como una de las políticas más costo-efectivas para salvar vidas (OMS, 1979). El alcohol entró en el mismo paquete poco después. La salud pública se apropió de un instrumento fiscal de larga tradición y lo resignificó: lo que antes era un impuesto al vicio o al pecado, ahora era un impuesto para la salud.

La expresión en inglés “health taxes” cristaliza el nuevo significado. Se trata de un término claro en su idioma original: son impuestos relacionados con la salud de la población, aplicados a productos nocivos como tabaco, alcohol o bebidas azucaradas, cuyo objetivo es mejorar la salud pública y, de paso, recaudar recursos adicionales. El problema surge al traducir la expresión al español como impuestos saludables. Aquí aparece una doble distorsión. Por un lado, es un anglicismo que no respeta las sutilezas semánticas del español; “saludable” califica una cualidad positiva intrínseca, como cuando hablamos de “alimentación saludable” o “ambiente saludable”. Por otro, la fórmula genera un oxímoron involuntario, pues resulta contradictorio pensar en un “impuesto saludable”: los impuestos son cargas, obligaciones fiscales; no pueden ser “sanos”.

Los llamados impuestos para la salud tampoco encajan de manera estricta en una sola categoría de las políticas sanitarias clásicas, sino que se sitúan en la intersección de varias. Su propósito inmediato es preventivo, al buscar reducir el riesgo de enfermedades crónicas mediante la disminución del consumo de tabaco, alcohol o bebidas azucaradas. Al mismo tiempo, operan como una estrategia de promoción de la salud, en tanto incentivan entornos más favorables —ya sea por la desincentivación de lo nocivo o por la eventual reinversión de lo recaudado en programas escolares, deportivos o comunitarios—.

Finalmente, también cumplen una función de protección a la salud, al constituir un mecanismo fiscal que limita el acceso a productos dañinos, complementando medidas regulatorias como el etiquetado, la restricción de publicidad o la prohibición de venta a menores. Por ello, la OMS y la OPS los inscriben en el marco más amplio de las políticas fiscales para la salud, cuyo valor radica en articular simultáneamente la prevención, la promoción y la protección a nivel poblacional (OPS, 2015).

Los llamados health taxes se expandieron en el siglo XXI hacia nuevos productos: bebidas azucaradas, alimentos ultra procesados, botanas saladas, dulces y golosinas. Todos asociados al aumento global de obesidad, diabetes e hipertensión. Países de ingresos altos y medios comenzaron a experimentar con impuestos al azúcar y a la comida chatarra, con resultados mixtos. En 2018, en el Reino Unido, se recaudaron impuestos y se impulsó a las empresas a reformular sus productos y reducir el contenido de azúcar. En Filipinas, se creó en 2012 un impuesto al tabaco y alcohol que etiquetó parte de los ingresos para financiar el seguro de salud público, logrando ampliar cobertura a sectores vulnerables.

México ha gravado históricamente al tabaco y al alcohol mediante el Impuesto Especial sobre Productos y Servicios (IEPS), creado en 1980 y con antecedentes de contribuciones federales desde mediados del siglo XX. Lo que cambió en 2014 no fue la existencia del impuesto. Fue su significado: la tributación se resignificó como parte de un paquete de ‘impuestos para la salud’. Ese año se estableció un gravamen de un peso por litro a las bebidas azucaradas y de 8 % a los alimentos de alta densidad calórica, con la promesa de instalar bebederos escolares, financiar programas de prevención y fortalecer el primer nivel de atención. En el plano sanitario, se documentó una reducción inicial en el consumo de refrescos (Colchero et al., 2016). En el plano fiscal, sin embargo, la Auditoría Superior de la Federación confirmó que los recursos ingresaron a la bolsa general de ingresos, sin etiquetado hacia salud (ASF, 2015). Los bebederos anunciados nunca tuvieron la escala prometida y el gasto preventivo no aumentó proporcionalmente. Así, lo que se presentó como un impuesto para la salud terminó funcionando como un impuesto general, cuya única virtud sanitaria fue encarecer el producto.

Aquí aparece la paradoja mexicana. Los mal llamados impuestos saludables existen, pero no financian las políticas de salud. Su narrativa sirve para legitimar medidas fiscales, pero la práctica los convierte en simples instrumentos de recaudación. Esta contradicción erosiona la confianza pública: se pide a la población, especialmente a los sectores de menores ingresos, que paguen más por consumir productos dañinos, pero no se garantiza que lo recaudado se reinvierta en fortalecer el sistema de salud. El efecto redistributivo resulta regresivo, porque los hogares más pobres destinan una mayor proporción de su ingreso a estos consumos. Y el impacto estructural en salud es limitado, porque los ingresos no se traducen en hospitales, personal o prevención sostenida.

Entre 2018 y 2024 se mantuvo el impuesto, ajustado por inflación, pero no cambió el destino de la recaudación. Los impuestos que en el discurso eran para la salud nunca lo fueron en los hechos. En 2025, el nuevo paquete fiscal propone que la recaudación por impuestos al tabaco, alcohol y bebidas azucaradas generará alrededor de 41 mil millones de pesos, que serían destinados explícitamente al sector salud (SHCP, 2025). Sería la primera vez que se establece de manera clara un etiquetado hacia salud, al menos en el discurso presupuestario. Pero también está rodeada de incertidumbre. El cálculo gubernamental descansa en un supuesto implícito: el consumo de estos productos no disminuirá de manera significativa. El diseño parte de un ajuste por inflación y de elasticidades precio–consumo relativamente bajas, lo que garantiza una base recaudatoria estable. Esta lógica revela la paradoja de fondo: mientras que desde la salud pública el objetivo declarado es reducir el consumo de productos nocivos hasta hacerlo marginal, desde la hacienda pública la estabilidad fiscal depende de que dicho consumo persista.

Otros países han intentado resolver este dilema. En el Reino Unido, no solo se buscó recaudar, sino que se incentivó la reformulación de bebidas, reduciendo su contenido de azúcar antes incluso de entrar en vigor el gravamen. El éxito no se midió en libras esterlinas recaudadas, sino en gramos de azúcar evitados. En Filipinas, la reforma fiscal sobre el impuesto sobre tabaco y alcohol tenía como destino financiar la expansión del seguro público de salud. Allí, la reducción del consumo se traduce políticamente en legitimidad, porque el efecto sanitario se acompaña de una ganancia fiscal redistribuida en servicios. México, en contraste, se aferra a un modelo donde la promesa de recursos adicionales depende de que la enfermedad siga alimentando las arcas públicas.

El análisis histórico de los mal llamados impuestos saludables revela que no basta con importar un término de la jerga internacional ni con repetir la narrativa de organismos multilaterales. El anglicismo mal traducido funciona como una metáfora engañosa: en inglés, health taxes son impuestos en el ámbito de la salud; en español, el término “impuestos saludables” sugiere que un tributo puede ser sano, cuando en realidad es una carga.

La pregunta, sin embargo, permanece abierta: ¿será este un giro real o una reedición de la misma contradicción? Un impuesto es solo un mecanismo, un medio que puede ser correctivo, preventivo o recaudatorio según la arquitectura política que lo sostenga. Un impuesto “para la salud” debería medirse no por lo que recauda, sino por lo que transforma: consumos que se reducen, servicios que se fortalecen, inequidades que se corrigen. Mientras tanto, insistir en llamarlos “impuestos saludables” no solo es un problema de traducción, sino la evidencia de un régimen que prefiere el atajo retórico a la precisión conceptual, y la recaudación estable al compromiso real con la salud pública.

La genealogía de estos impuestos en México muestra que más que saludables han sido políticamente útiles: primero como retórica, ahora como promesa. La incógnita es si en 2025 esa promesa se convertirá por fin en política de salud o en un oxímoron político

1 Oxímoron es una figura retórica que une dos términos aparentemente contradictorios, como “silencio atronador”, “instante eterno” o “realidad virtual”. En este caso, la contradicción surge porque un impuesto es una carga fiscal —connotación negativa— mientras que “saludable” denota algo positivo o deseable.

Referencias

  • Colchero, M. A., Rivera-Dommarco, J., Popkin, B. M., & Ng, S. W. (2016). In Mexico, evidence of sustained consumer response two years after implementing a sugar-sweetened beverage tax. Health Affairs, 35(3), 564–571.
  • Auditoría Superior de la Federación (ASF). (2015). Informe de resultados de la fiscalización superior de la Cuenta Pública 2014. México: ASF.
  • Organización Mundial de la Salud (OMS). (1979). Controlling the smoking epidemic: Report of the WHO Expert Committee on Smoking Control. Geneva: WHO
  • Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP). (2025). Paquete Económico 2026. México: SHCP.

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

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