La presidenta y su “Grito”
“El feminismo pierde fuerza cuando renuncia a la complejidad”, escribe Dahlia de la Cerda en un ensayo reciente sobre el amor. Su frase, inteligente y elocuente a la vez —quizá fruto de su formación filosófica—, me parece una brújula útil no sólo para pensar el amor, sino también para observar el presente político. Porque si algo sobra en la conversación pública son simplificaciones: sobre el feminismo, sobre la política, sobre el poder.
La idea de Dahlia apunta a la interseccionalidad, un concepto que se utiliza para describir cómo distintas formas de opresión se entrelazan y se refuerzan. Lo retomo no como una noción críptica, sino como una invitación a resistir la tentación de simplificar lo complejo. Y pienso en esa advertencia al mirar a Claudia Sheinbaum, primera presidenta de México, quien recién encabezó su primer Grito de Independencia.
En grupos de WhatsApp recibí mensajes celebrando la figura presidencial: que si el vestido bonito y elegante, que si la reivindicación de heroínas invisibilizadas —desde mujeres indígenas y migrantes hasta Josefa Ortiz—, que si la escolta integrada sólo por mujeres… Yo, en lo personal, celebro sobre todo la omisión, quiero creer ingenuamente que deliberada, de López Obrador y de la autodenominada Cuarta Transformación. Con todo y como muchas, reconozco la fuerza simbólica de tener por primera vez a una mujer en el poder.
En este espacio he subrayado en más de una ocasión la buena imagen de Sheinbaum, tanto dentro como fuera del país. Diversos estudios respaldan lo que suele describirse como diferencias específicas del liderazgo femenino. La American Psychological Association, por ejemplo, sostiene que las mujeres líderes tienden a incrementar la productividad, fortalecer la colaboración, inspirar mayor compromiso organizacional y promover la equidad. Quizá porque, como suele repetirse, la empatía brota con mayor naturalidad.
Pero la empatía no basta. Sheinbaum carga con la tarea más ingrata de México: gobernar un país que a ratos parece ingobernable, arrastrar el pesado legado de su mentor y lidiar con un partido desbordado de testosterona y torpeza. No es un destino envidiable. Y, como toda figura de poder, es también una mujer atravesada por contradicciones.
Porque Sheinbaum es la presidenta que invoca a las mujeres de la historia, y también la que acata la voz de su predecesor en la reforma judicial. La que deja ver señales de ruptura en seguridad y apenas atisbos en otros ámbitos estratégicos como la energía. La que promete crecimiento de una economía estancada, al tiempo que respalda cambios constitucionales que desalientan la inversión privada. La que gobierna un país desangrado por el crimen organizado, pero desestima como ciencia ficción los vínculos entre narcotráfico y política. La que elude a las madres buscadoras mientras reparte dádivas sin condiciones. Y, al mismo tiempo, la que se ha erguido con dignidad frente a un misógino de la talla de Donald Trump.
Todo es verdad al mismo tiempo. Y nada de ello es reducible al género. En lo que respecta a la agenda obradorista, más que continuidad forzada se trata de convicción propia. Sheinbaum cree en la “transformación” y por eso la impulsa con decisión autoritaria. En relación con Estados Unidos se avecina la prueba mayor: la revisión del T-MEC. Una coyuntura repetida hasta el cansancio, sí, pero no por ello menos decisiva.
Hace poco escribí que la presidenta necesitaría perseverancia; un lector me corrigió: requerirá mucho más. Tiene razón. Lo que viene con Trump será una prueba de fuego de estrategia e inteligencia para la presidenta y su equipo. Aún no vislumbro un escenario favorable frente a ese examen, que pesará más que cualquier gesto simbólico hacia las heroínas del pasado.