Tormenta negra: Del fascismo en Europa al caos en la CDMX

Las tormentas de agosto que paralizaron la CDMX me recordaron que no solo enfrentamos tormentas de agua: también las que nacen del extremismo.

Vivo en la Cuauhtémoc y sé que su pulso late incluso en medio del caos.

Hace poco conocí al italiano Giovanni Diamantini —nombre imposible—, estratega político que ha llevado al éxito a alcaldes de ciudades tan diversas como Milán, Florencia o Nápoles. En esas plazas trabajó con socialistas demócratas que, a diferencia de los totalitarismos de izquierda o de derecha, han buscado sostener la democracia aun en medio de tempestades. Diamantini me mostró imágenes recientes de la apología fascista en políticos de Italia, y desde entonces esa sombra me ronda.

La tormenta sobre la ciudad me pareció una coreografía nazi: masas uniformes, sincronía perfecta, fuerza peligrosa.

Como en la gran tormenta social del pasado, la Segunda Guerra Mundial mostró hasta dónde llega esa deriva. En Núremberg se juzgó a 24 jerarcas nazis en el proceso principal —12 condenados a muerte—, pero la gran mayoría de los responsables nunca enfrentó un tribunal. Los regímenes no se sostienen solo por miedo, sino por fe.

Las cifras recuerdan que todo extremismo termina en crimen: el nazismo dejó más de 16 millones de muertos entre civiles y combatientes; el comunismo estalinista, entre 6 y 20 millones, devorados por purgas, hambrunas y gulags; y el maoísmo en China, hasta 45 millones, sin contar las víctimas en Corea del Norte y en la Europa del Este ocupada.

Jean Baudrillard escribió en La transparencia del mal que vivimos en un simulacro donde todo está dicho y todo está disponible. Después de la “orgía” de liberaciones —políticas, sexuales, artísticas— la libertad ya no se plantea: se simula.

Todos tenemos la necesidad de creer, y en ese simulacro donde la libertad se imagina más que se ejerce, los políticos nos empujan a los extremos prometiendo el cumplimiento de ideales.

Así como una tormenta puede transformar la ciudad en horas, las ideas extremas pueden oscurecerla con la misma rapidez. Antes de que un pueblo pierda la razón, existe ese terreno ambiguo, casi inadvertido, donde el odio se normaliza, la violencia se tolera y el culto a símbolos sustituye a las ideas. El fin empieza a justificar los medios.

Hoy, mientras la tormenta negra se disipa, me pregunto: ¿sabremos reconocer el próximo manto, aunque no traiga agua sino consignas? Las tormentas más peligrosas no siempre vienen del cielo.

El 14 de agosto una tormenta provocó un cortocircuito en el Metro de la Ciudad de México. Los usuarios tuvieron que bajar a las vías y caminar para volver a sus casas, sin ningún apoyo de transporte alterno. Las calles quedaron anegadas, miles de habitantes en el desamparo.

En la Cuauhtémoc, en esas fechas además, cerraron las calles alrededor del Ángel de la Independencia, sin dar explicaciones. Desde hace días han levantado vallas frente a la Embajada de Estados Unidos, en el propio Ángel y en Palacio Nacional, levantadas desde hace años por las autoridades federales. Ahora es una ciudad prohibida: sólo se abre para las multitudes convocadas, nunca para sus propios habitantes y su derecho a vivir la ciudad con orden y belleza.

Los semáforos de la avenida Florencia llevan horas sin funcionar. El tráfico provocado por la lluvia y por los cruces sin control genera en la gente una desesperación que no se merece. Una mujer policía me pidió escribir sobre el desorden del semáforo porque la única manera de presionar es a través de la denuncia pública.

El espectáculo es, sencillamente, dantesco.

La tormenta negra sobre la ciudad no solo cubre el cielo: cubre también la vida pública. Se necesita más respeto y menos consignas.

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