¿Por qué esta vez sí?: los polos de desarrollo como motores de cambio

Durante décadas, México ha crecido de manera desigual. La inversión se ha concentrado en unas cuantas regiones, mientras vastos territorios con enorme potencial productivo permanecían desconectados de la economía nacional y global. No es que no se haya intentado cambiar esto: se han creado parques industriales, zonas económicas y programas especiales. Algunos dieron resultados puntuales; otros fracasaron por falta de integración local, continuidad o visión estratégica. La diferencia es que esta vez el diseño es otro, y las condiciones también.

Los polos de desarrollo no son parques industriales comunes ni proyectos en busca de suerte. Son concentraciones estratégicas de infraestructura, servicios y talento, ubicadas en puntos clave de la geografía nacional y conectadas a cadenas de valor específicas. Cada polo responde a una misión nacional: impulsar el escalamiento tecnológico para integrar a México en industrias de alta complejidad, garantizar seguridad estratégica en sectores como energía, alimentos o salud, y generar empleo masivo en las regiones que más lo necesitan.

A diferencia de esfuerzos anteriores, los polos incorporan desde el inicio programas para que las micro, pequeñas y medianas empresas se integren a las cadenas productivas. Además, están alineados con tendencias globales que están redefiniendo el comercio: el nearshoring, la transición energética y la manufactura avanzada. No se trata solo de atraer inversión extranjera directa, sino de construir un ecosistema que retenga y expanda el valor agregado en el país.

No es una estrategia aislada: los polos forman parte del paraguas del Plan México, que articula esfuerzos en múltiples frentes. Desde financiamiento creciente para mipymes y programas para coordinar la formación educativa con capacidades productivas, hasta proyectos de infraestructura que refuerzan la conectividad logística y la competitividad regional. Esta integración garantiza que el desarrollo de los polos se potencie con políticas complementarias y no dependa de un solo factor.

Otro elemento clave es que cada polo está diseñado para su realidad local, partiendo de lo que sí se puede hacer con las herramientas y capacidades institucionales que México tiene hoy, no con un conjunto de instituciones ideales que quizá algún día podamos construir. Es decir, no se trata de copiar modelos como el chino o el de otros países que operan con marcos políticos, financieros y regulatorios muy distintos al nuestro. Por eso, el diseño y la operación de cada polo otorgan un papel protagónico a los gobiernos estatales, que conocen de primera mano las fortalezas, limitaciones y oportunidades de su territorio. El objetivo es aprovechar y potenciar las capacidades actuales -logísticas, productivas, administrativas y de gobernanza- desde el primer día, en lugar de depender de cambios estructurales inciertos o de largo plazo.

La lógica económica es clara: cuando se logra alinear ubicación estratégica, conectividad logística, disponibilidad de talento, oferta de proveedores y condiciones atractivas para la inversión, se generan polos de actividad capaces de transformar regiones enteras. Este es precisamente el diseño que se está aplicando: ubicar cada polo donde se pueda maximizar el impacto y reforzarlo con acciones coordinadas para asegurar que la inversión inicial se convierta en crecimiento sostenido.

El impacto esperado es concreto: miles de empleos directos e indirectos, aumento del contenido nacional en nuestras exportaciones, impulso a la innovación y una reducción de la desigualdad regional al conectar territorios hoy marginados con la economía global.

Quienes insisten en verlos como “más de lo mismo” ignoran que, por primera vez en mucho tiempo, México está alineando estrategia, ubicación, infraestructura, talento e incentivos en una misma dirección. Esta vez, la duda razonable no es si funcionarán, sino si estaremos a la altura de aprovecharlos al máximo.

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