La medicalización: el poder médico y los cuerpos medicalizados
La palabra “medicalización” suena sencilla, casi familiar. Pero en realidad es un tecnicismo moderado. Evoca la presencia de la medicina donde antes no la había: por ejemplo, en la escuela, en la vida sexual, en el envejecimiento, en el embarazo, en la crianza de los menores. No se trata únicamente del uso de medicamentos o de tratamientos médicos, sino de un proceso más amplio en el que saberes, tecnologías y autoridades médicas se extienden hacia ámbitos cotidianos de la existencia. Su aparente claridad es engañosa. Hablar de medicalización no es simplemente referirse a la expansión de la medicina. Es, sobre todo, poner en cuestión el tipo de saber, de autoridad y de poder que esa expansión implica. Es preguntarse ¿qué se gana y qué se pierde cuando aspectos diversos de la existencia humana —la tristeza, la muerte, la rebeldía, la infertilidad, el cuerpo femenino— son redefinidos como objetos de intervención médica?
Para entender la medicalización —tanto como concepto crítico como en su expresión como proceso social—, se recomienda seguir dos caminos entrelazados: una reflexión crítica sobre el poder médico, que revela cómo se ha construido históricamente esa autoridad sobre la vida; y una crítica que, desde el feminismo y otras voces, cuestiona a quién ha servido y sobre qué cuerpos ha operado con mayor violencia esa medicalización. Es central estudiar el saber médico, pero también hay que escuchar la experiencia de quienes han sido objeto de la medicalización.
Del arte de curar al dispositivo de normalización
Durante siglos, la medicina fue una práctica limitada en sus resultados y sin la ubicación institucional, que comenzaría a adquirir a partir del siglo XVIII. El médico era una figura que convivía con curanderos, parteras, boticarios y sabios populares. El conocimiento médico circulaba en manuscritos, en prácticas locales, en saberes empíricos. Según Michel Foucault (1963) fue a partir del siglo XVIII que la medicina comenzó a transformarse en un saber de Estado, articulado con el naciente interés gubernamental por la salud de la población.
Para Foucault, el punto de inflexión fue doble. Por un lado, hacia finales del siglo XVIII se consolidó un modelo científico que buscaba en el cuerpo las causas visibles de la enfermedad (mirada clínica). Por otro lado, durante el siglo XIX, los gobiernos comenzaron a estructurar sistemas de salud pública como parte de sus funciones de control y regulación poblacional. La medicina dejó entonces de ocuparse solamente del individuo enfermo y comenzó a intervenir sobre la población como objeto colectivo: nacimientos, muertes, epidemias, higiene urbana, nutrición, sexualidad. A decir de Foucault, “La autoridad cultural de la medicina no depende solo de la eficacia, sino de la capacidad de reconceptualizar un fenómeno como ‘médico’ y de la aceptación de esa conceptualización por parte del público”.
Esta transformación convirtió a la medicina. Mas allá de atender enfermos, se buscaba regular la vida: medirla, clasificarla, vigilarla. Emergieron herramientas como la estadística médica, la nosología, el registro civil y la historia clínica que contribuyeron a convertir el cuerpo en algo legible, calculable y predecible. La medicina, dejó de ser un “arte de curar” para convertirse en un “dispositivo de normalización”.
Durante el siglo XIX, esta tendencia se consolidó. Pasteur y la teoría microbiana reforzaron la visión de la enfermedad como enemigo externo, justificando una medicina intervencionista y profiláctica. Las instituciones médicas —hospitales, sanatorios, manicomios— se expandieron como mecanismos de encierro, corrección y disciplina (Porter, 1997). La profesión médica adquirió prestigio, monopolio y autoridad legal. En este contexto, la medicalización no era aún un concepto crítico, pero ya operaba como fenómeno: cada vez más aspectos de la vida eran absorbidos por la mirada médica.
En el siglo XX, Irving Zola fue el primero en utilizar el término medicalización como crítica, describiéndola como el proceso mediante el cual se “hace medicina” de cada vez más aspectos de la vida cotidiana, incluso sin enfermedad. Pocos años después Ivan Illich, en su célebre libro Némesis médica (1975), denunció esa expansión como una expropiación simbólica de la vida humana mediante una dependencia tecnológica cada vez más profunda. Este conjunto de análisis no solo nombra el fenómeno, sino que sitúa su alcance político y cultural: la medicalización no solo redefine lo que es enfermedad, sino también quién tiene el poder de decidir qué es salud.
El punto ciego: la omisión de los cuerpos medicalizados
Sin embargo, a pesar de su crítica profunda y estructural, tanto Foucault como Illich, dejan fuera la experiencia de quienes más han sido medicalizados, aparecen escasamente o cuando no, están ausentes. Los cuerpos femeninos, los cuerpos pobres, los cuerpos marcados por el racismo o por jerarquías de casta —aquellos que han sido sistemáticamente intervenidos, regulados, silenciados— son referidos de manera abstracta o marginal. La crítica del poder médico se detiene en las instituciones, pero no siempre alcanza las vivencias concretas de los individuos.
Es en este punto donde la obra de Ann Oakley resulta fundamental. La autora no solo adopta la crítica a la medicalización: la transforma desde dentro, al mostrar que esa medicalización ha sido profundamente sexista. Su muy recomendable libro “El útero Capturado…” (1984) revela cómo la medicina moderna ha operado históricamente como una tecnología patriarcal de control del cuerpo femenino.
En ese libro, Oakley documenta cómo la obstetricia institucional reemplazó los saberes de las mujeres —parteras, comadronas, experiencias comunitarias— por una medicina técnica, masculina y jerárquica. El parto, que había sido una experiencia femenina colectiva, se transformó en un procedimiento médico dirigido por hombres, en un entorno hospitalario, con reglas estrictas, protocolos invasivos y poca o nula autonomía para la mujer.
La medicalización, entonces, no fue solo una expansión del saber médico, sino también una imposición de autoridad masculina sobre los cuerpos de las mujeres. En nombre del progreso, se aplicaron cesáreas innecesarias, episiotomías sistemáticas, restricciones de movimiento durante el trabajo de parto, la exclusión de acompañantes y un modelo de atención que trataba a las mujeres como cuerpos disponibles más que como sujetos activos. Estas prácticas se consolidaron a finales del siglo XX tanto en el sector público como en el privado, aunque con diferencias: mientras el primero tendió a ser más restrictivo en las opciones y experiencias del parto, el segundo fue más permisivo en la forma, pero más selectivo en el acceso. En ambos casos, la autonomía femenina quedó subordinada a protocolos técnicos y jerarquías médicas.
Aunque a menudo se asocia la medicalización con control o dominación, también ha implicado avances en salud y autonomía, no exentos de tensiones. Algunas de sus formas han permitido ampliar el acceso a servicios que antes eran privilegio de pocos o estaban ausentes —como tratamientos para la salud mental, métodos anticonceptivos modernos o atención profesional al parto. Pero incluso en estos casos, los beneficios han estado acompañados de costos profundos: los anticonceptivos, por ejemplo, ofrecieron a muchas mujeres herramientas para la autogestión de su fertilidad, pero también fueron promovidos en contextos de coerción o control de la natalidad; la atención obstétrica salvó vidas, pero favoreció -desde el uso de fórceps, hasta las cesáreas innecesarias- intervenciones que eliminaron saberes femeninos y limitaron la autonomía de las mujeres. En ese sentido, la medicalización debe analizarse por sus fines, por sus medios y por los cuerpos sobre los que actúa.
Medicalización en el siglo XXI: entre el control y la autonomía
Hoy, la medicalización sigue expandiéndose hacia nuevas áreas: la salud mental, el deseo sexual, la tristeza, la productividad, el cuerpo menstrual, el rendimiento cognitivo. Todo puede convertirse en diagnóstico, en tratamiento, en receta. Las tecnologías digitales —desde las apps de fertilidad hasta los algoritmos de salud predictiva— refuerzan una medicalización silenciosa, algorítmica y disfrazada de empoderamiento. Pero la pregunta sigue vigente: ¿qué se medicaliza, quién decide y a costa de qué?
El salutismo mercantilizado es una forma contemporánea de medicalización: sutil, estética y algorítmica. Desplaza el foco del cuidado hacia la optimización personal y convierte la búsqueda de bienestar en un mandato moral. En otras palabras, representa una medicalización del bienestar que eclipsa el sentido colectivo del cuidado.
Volver a la reflexión crítica del saber médico nos permite entender cómo llegamos hasta aquí. Escuchar a Oakley y a otras autoras feministas nos recuerda lo que esa reflexión olvidó: que el poder médico se encarna y ejerce sobre cuerpos específicos, y que muchas veces esos cuerpos no son consultados, sino definidos desde afuera.
Hablar de medicalización, entonces, no es solo hablar de la medicina. Es hablar de una forma de organizar la vida, de normar los cuerpos, de administrar el sufrimiento, de fabricar necesidades y redefinir experiencias. Es también hablar de resistencia: de quienes reclaman el derecho a vivir sus procesos biológicos, afectivos o existenciales sin ser tratados como pacientes, sin ser corregidos, sin ser silenciados.
La crítica de la medicalización no es un ataque a la medicina, sino una apuesta por su transformación. Busca devolverle su dimensión ética, su sensibilidad al contexto, su escucha activa. Reclama más espacio para la medicina narrativa. En lugar de una medicina que lo abarca todo, necesitamos una medicina que sepa hasta dónde llegar, cuándo retirarse, y cómo acompañar sin imponer.
Referencias seleccionadas
- Foucault, M. (1963). El nacimiento de la clínica. Siglo XXI Editores.
- Illich, I. (1975). Némesis médica: La expropiación de la salud. Barral Editores.
- Oakley, A. (1984). The captured womb: A history of the medical care of pregnant women. Blackwell.
- Porter, R. (1997). The greatest benefit to mankind: A medical history of humanity. W. W. Norton & Company.
*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington. Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja.