Escribir extrañando el color rojo

Escribir extrañando el color rojo

Nacido el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, Argentina, Jorge Luis Borges, como sucede con todos los genios: comenzó a cumplir con su destino muy temprano. A los cuatro años ya sabía leer y escribir, a los seis compuso su primer relato, La visera fatal, inspirado en páginas del Quijote; al año siguiente esbozó en inglés un ensayo sobre mitología griega y a los nueve tradujo El príncipe feliz, de Oscar Wilde.

No hace falta decir que nunca se detuvo y que su obra es fundamental en la literatura y el pensamiento contemporáneo, tanto que trasciende cualquier clasificación, excluye todo tipo de dogma y resiste toda crítica. Y sigue despertando las mismas tentaciones: la de imitarlo, encontrarle algún secreto, leerlo de cabo a rabo, saber todo de su vida y obra, aprender de memoria su poesía y hasta ignorarlo olímpicamente y a propósito. Pero lo cierto, lector querido, es que pocas voces valen tanto como la suya.

Tanto se ha dicho sobre Borges que los pretextos para justificar la ignorancia o indiferencia hacia su obra son muchos (“es muy complicado”, “no me interesa la poesía, “leer me duerme”, “odio a los argentinos”), pero la verdad es que provoca una combinación de miedo, indolencia y una flojera de la más tonta y feroz.

Sin embargo, le aseguro que cuando se acerque a Borges las cosas antes aterradoras adquirirán belleza. Los tigres, los espejos y los laberintos ya no serán amenazantes. Las referencias a culturas en otros idiomas tampoco, y no le será difícil enamorarse también de sus amores. Posiblemente compartirá con él su suprema imagen poética: que lo más parecido al paraíso es una biblioteca (y tal vez por ello, lo más próximo al infierno es alguien que nunca termina un libro).

Es quizá Augusto Monterroso, en su libro Movimiento Perpetuo quien mejor ha descrito el encuentro con Jorge Luis Borges:

“Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka, encontré su prólogo a La metamorfosis y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como para acercarse más de lo prudente a un abismo.”

No faltaron quienes dijeron que, si el Paraíso fuera una biblioteca, el primer libro del primer estante sería El Aleph -una de las obras más ilustres de Borges- porque además de ser la primera letra del abecedario hebreo, su signo indicaba la reunión de todo lo existente, un espejo que refleja todo. La llave para entender el Universo entero en 145 páginas.

Borges, al respecto, era indiferente. Le parecía insuficiente el acto de nombrar las cosas con palabras, porque “el todo” era inabarcable: “Si acaso, sólo podemos hacer informes parciales”, dijo alguna vez. Entonces, uno se pregunta: ¿por qué Borges logra en sus cuentos, poemas y ensayos tan perfectas reuniones de palabras?, ¿cómo es que estando ciego describe tantas luces y matices? (No hay que pensar demasiado en ello, lector querido, mucho menos en época de lluvias. Hay que correr a encontrarlo para festejar su cumpleaños leyéndolo el próximo domingo).

No fue en un texto, sino en una conferencia donde Borges habló del tema y dijo:

“En el transcurso de mis muchas, de mis demasiadas conferencias, he observado que se prefiere lo personal a lo general; lo concreto a lo abstracto. Por consiguiente, voy a empezar refiriéndome a mi modesta ceguera personal. Modesta, en primer término, porque es ceguera total de un ojo, ceguera parcial del otro. Todavía puedo descifrar algunos colores, todavía puedo descifrar el verde, puedo descifrar el azul. Sobre todo, hay un color que no me ha sido infiel, que me ha sido leal, que me ha acompañado siempre y es el color amarillo. Recuerdo que de chico (si mi hermana está aquí lo recordará también) yo me demoraba ante una de las jaulas del jardín zoológico en Palermo y era precisamente en la jaula del tigre y la del leopardo. Yo recuerdo que me demoraba ante el oro y el negro del tigre hasta el atardecer y, aún ahora, el amarillo sigue acompañándome. Y he escrito un poema titulado ‘El oro de los tigres’ en que hablo de esa amistad del amarillo conmigo, como siempre estuvo el amarillo conmigo. Precisamente, uno de los colores que los ciegos (o en todo caso este ciego) extrañan es el color negro y el color rojo. Esos son los colores que nos faltan. A mí, que tenía la costumbre de dormir en plena oscuridad, me molestó durante mucho tiempo tener que dormir en ese mundo de neblina, de neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa que es el mundo del ciego.

Dicen que cuando terminó la conferencia alguien oyó que el escritor decía: “El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados. Los actos de los hombres no merecen tanto”. Y que después se marchó para seguir escribiendo.

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Jorge Luis Borges.Foto EE: Especial

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