Maldita sea mi suerte

Buscando aligerar la vida con un sano humor contra mí misma, he pensado estas cosas: tengo un imán psíquico para la presión refinada. No estoy sola: me acompaña la evidencia, la ironía… y tres fantasmas que tampoco duermen. Es el club nocturno del subconsciente: reservado, selecto y maldito.

El primero es la incertidumbre económica, que se cuela en las conversaciones y en las decisiones de todos los días: inflación de 4%, precios de la canasta básica que suben sin aviso, empleos temporales que duran menos que una temporada de lluvias. El segundo son los desastres naturales, que con cada temporada nos recuerdan la fragilidad de nuestras ciudades y de la infraestructura. El tercero es la creciente percepción de ilegitimidad del arte y su expresión cuando se exige una ideología a tono por un régimen o, de plano, un silencio absoluto: presupuestos culturales recortados año tras año, proyectos cancelados, espacios culturales convertidos en propaganda.

Hoy, la economía marca el pulso de las conversaciones, los desastres se convierten en parte del calendario y el arte se debate entre la obediencia y el olvido.

Yo los observo desde mi mesa y pienso que el arte —ese que me ha salvado tantas veces— es quizá la única pista de baile donde estos tres se confunden, pierden el paso y, por un instante, dejan de asustar. En un país que necesita recuperar su centro, cultural y político, ese instante podría ser más importante de lo que creemos.

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