SCJN, el legado

El tiempo de la actual integración del pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) está por llegar a su fin. A partir del 1 de septiembre, ocuparán las sillas del máximo tribunal quienes resultaron ganadores en la inédita elección de ministras y ministros en México.

Un hecho histórico, sí, pero también profundamente inquietante. Porque lo que está en juego no es sólo un cambio de nombres, sino la continuidad de una visión de justicia basada en la dignidad, la igualdad y los derechos humanos.

Durante 30 años, la Corte construyó un legado basado en sentencias paradigmáticas que enfrentaron el machismo, la discriminación, el abuso de poder y la desigualdad.

Los nombres de Juan Silva Meza, José Ramón Cossío, el propio Arturo Zaldívar Lelo de Larrea (antes de perder el piso y la brújula) y, más recientemente, Javier Laynez y Juan Luis González Alcántara fueron parte de una Suprema Corte garantista que declaró inconstitucional la penalización del aborto en todo el país, ordenó reconocer el matrimonio igualitario, frenó intentos de militarización descontrolada, protegió el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia y limitó el uso excesivo del poder punitivo del Estado.

No fue una Corte perfecta, pero sí una que entendió el papel de la justicia como garante de derechos, y no como simple prolongación del poder político.

Todo eso está en riesgo. Las elecciones del 1 de junio pasado, en las que por primera vez se eligieron por voto directo a nuevos ministros y ministras de la SCJN, estuvieron marcadas por un preocupante cúmulo de irregularidades. En lugar de una fiesta democrática, tuvimos una contienda desigual y desaseada.

Morena arrasó. Las candidaturas impulsadas desde el oficialismo ganaron los cargos con votaciones masivas, aún sin contar con experiencia ni trayectoria judicial. Es de esperarse que, los ministros de los acordeones, sabrán tocar al ritmo de la música que les toquen desde Palacio Nacional y dictarán sentencias con docilidad y obediencia.

El expresidente Andrés Manuel López Obrador, desde el principio, tuvo claro el objetivo y, como siempre, mintió en el camino. Prometió empoderar al pueblo de México y se empeñó en la elección de ministros por voto popular. En realidad, lo que siempre quiso fue colonizar el Poder Judicial y asegurarse de eliminar los contrapesos y el pluralismo.

El horizonte inmediato resulta inquietante. ¿Se sostendrá el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo? ¿Resistirá la Corte los embates contra la libertad de expresión? ¿Mantendrá su autonomía frente al poder político? Cuando tengan que resolver un caso de mala praxis del IMSS, ¿fallarán a favor del paciente o evitarán las indemnizaciones para proteger las finanzas del Gobierno?

La integración saliente de la Suprema Corte supo ser contrapeso, enfrentó al poder cuando fue necesario, interpretó la Constitución a la luz de los derechos humanos y permaneció del lado correcto de la historia. Las y los nuevos ministros tendrán que decidir si quiere ser una Corte de principios o una de consignas.

Hay que decirlo con claridad. Lo que iniciará el 1 de septiembre no será una transición institucional ordinaria, sino el amenazante inicio de una regresión. La altura de miras que tuvo la Corte difícilmente será replicada. Quizá el mejor escenario que podemos imaginar es modesto: que no nos quiten los derechos ganados, que no retrocedamos en lo que ya era un mínimo ético. Si no van a garantizar más libertades, al menos que no las pisoteen.

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