Tu peor hater vive en tu cabeza
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Hay quienes son alérgicos al polen, a las nueces o hasta la penicilina, yo, por un tiempo fui alérgico a los perros, pero no a cualquier tipo, en específico, una reacción del tipo estornudos constantes, ardor en los ojos e irritación en la piel se disparaba cuando estaba cerca de perros de talla grande. Por mucho tiempo lo asumí como una condición física sin cuestionar su origen. Hasta que, en una sesión de terapia surgió la pregunta: ¿cuándo empezó esto, realmente?
Creencias que no son tuyas… pero vives como si lo fueran
La respuesta no estaba en mi cuerpo sino en mi historia. Mi madre fue mordida por un perro cuando era niña. No era un tema del que se hablara, pero su tensión al ver perros grandes, sus advertencias al cruzarse con uno y su lenguaje no verbal fueron cosas que se instalaron en mi subconsciente desde niño. Nunca me mordieron, pero crecí con la idea heredada de que los perros grandes son peligrosos. Mi alergia, más que biológica era una forma de protección aprendida. De acuerdo con el Dr. Ryke G. Hamer, una alergia puede ser un mecanismo de defensa que se activa cuando se repiten tres condiciones específicas del entorno que el inconsciente asocia con un shock emocional previo. Esas condiciones funcionan como “tracks” que disparan la respuesta física. En realidad, no reaccionamos al alérgeno en sí, sino a la carga emocional que le dimos a esa experiencia. Todo esto está ligado a las creencias que tenemos sobre la vida, nuestro entorno y nosotros mismos. Una idea arraigada que te genera inseguridad y miedo y que asumimos como verdad, aunque no lo sea, como en mi caso, era el pensar que todos los perros de talla grande son peligrosos, es una creencia limitante. Su relevancia está en reconocer que, en muchas ocasiones están detrás de decisiones que postergamos, relaciones que no crecen o metas que nunca cumplimos, suelen esconderse en frases como: “No es para mí” “No soy suficiente” o “No tengo derecho a ser feliz”. Estas ideas se instalan, desde la infancia; los primeros 6 años son definitorios, aunque a veces, se genera una predisposición a ellas desde antes de nacer. Vienen de lo que vimos, escuchamos o sentimos en casa; de lo que vivieron nuestros padres o de eventos emocionales no resueltos que se marcaron en la memoria familiar. Son como lentes empañados que distorsionan nuestra visión del mundo. Y no importa quién seas ni a qué te dediques, todos, sin excepción, cargamos con creencias que nos limitan. No distinguen edad, género, grado académico ni nivel socioeconómico. Y es así como las personas se encuentran, o nos encontramos, en un punto donde en lugar de avanzar, dudamos; en vez de pedir ayuda, nos aislamos. Y cuando podríamos cambiar, repetimos el patrón. ¿Te parece familiar? No es falta de voluntad es que una parte de nosotros aprendió, que para sobrevivir era más seguro no arriesgarse y entender esto, y mirar nuestra experiencia con compasión y lejos del juicio es el primer paso para comenzar a vivir diferente. Cambiar no implica rechazar lo que somos. Es comprendernos, abrazar nuestra historia y decidir qué enseñanzas queremos conservar y cuáles decidimos dejar atrás. Y todo comienza con una pregunta: ¿Esta es la vida que quiero vivir? Este ejercicio de conciencia puede parecer mínimo pero es el inicio de una transformación profunda, posible para cualquiera, en cualquier momento. Porque no se trata de tener todas las respuestas, sino de empezar a formular las preguntas adecuadas.
Volviendo a los perros (y a la vida)
Hoy, los perros grandes ya no me provocan alergia. Puedo acariciarlos, jugar con ellos y convivir sin que mi cuerpo reaccione. De hecho, hoy tengo dos perros grandes en casa. No fue casualidad ni magia. Fue un proceso de entender cómo, aunque siempre me encantaron los perros, mi inconsciente asociaba, sobre todo a los grandes con peligro y esto generaba la alergia. Al entender el origen, mi sistema se relajó. Porque cuando soltamos el miedo aprendido, muchas veces el cuerpo también se relaja. Lo mismo ocurre con tus relaciones, tu trabajo y tu forma de estar en el mundo. No estás condenado a repetir lo que viviste, ni lo que heredaste. Lo que se aprendió también puede desaprenderse. Y desde ahí, transformarse. Tu peor hater no eres tú. Es solo una parte de tu mente que aprendió a protegerte, sin saber muy bien cómo hacerlo. Pero, también hay en ti la capacidad de observar con más conciencia, de hacer preguntas nuevas, de elegir respuestas diferentes. Es libertad y no viene de afuera, ni te la da nadie. Todos la tenemos y podemos comenzar a ejercerla. ____ Nota del editor: Jorge Bolio es estratega de vida y facilitador de transformación personal. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor. Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión
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