La libertad de expresión como freno al poder del Estado
La libertad de expresión está siendo amenazada seriamente. El odio, la ira, lo políticamente correcto y la censura se ciernen sobre ella, la amedrentan, la atosigan, la apagan. Gobiernos por todo el mundo se han dado cuenta lo fácil que es gobernar sin oposición, sin disidencia, sin consenso y buscan de manera sistemática erradicar las opiniones divergentes para imponer sólo un modelo ideológico que se imponga a toda la sociedad. En el caso mexicano han empezado a surgir señales preocupantes como el famoso caso de DATO PROTEGIDO, la llamada “ley censura” en Puebla o las constantes intimidaciones de periodistas en Campeche, sólo por mencionar algunos casos recientes.
No debemos olvidar que la libertad de expresión es uno de los pilares fundamentales de toda democracia. Su valor no radica únicamente en garantizar que los individuos puedan expresar sus ideas sin temor a represalias, sino en su función estructural como límite al poder del Estado. Al permitir la crítica, la denuncia y el disenso, la libertad de expresión actúa como un mecanismo de control social que impide la concentración y el abuso del poder. Como señaló Alexander Meiklejohn, uno de los más influyentes teóricos estadounidenses sobre el tema, “la libertad de expresión no es un privilegio del hablante, sino una necesidad del oyente” en una democracia deliberativa. Es decir, más allá del derecho individual, está el interés colectivo en recibir información crítica sobre quienes gobiernan.
Ya desde mediados del siglo 19 con la creación de la teoría del libre mercado de ideas por el filósofo británico John Stuart Mill, se defendió con fuerza la libertad de pensamiento y expresión, advirtiendo que toda forma de censura empobrece al conjunto de la sociedad. Incluso una opinión errónea, argumentaba Mill, tiene valor porque al contradecir la verdad, la obliga a ser explicada, defendida y fortalecida. Pero en particular, su argumento cobra fuerza al relacionarse con el poder: “impedir la crítica al poder estatal es encaminar a la sociedad hacia el autoritarismo”.
Autores como Daniel Innerarity, filósofo político español, han señalado que el poder del siglo XXI ya no se ejerce únicamente desde las instituciones formales, sino desde el control de la narrativa pública. Por eso, la libertad de expresión cobra una nueva dimensión: no solo permite la crítica directa, sino que impide que el Estado monopolice el sentido de lo real. La posibilidad de construir relatos alternativos, incluso incómodos, es parte del equilibrio de poder en sociedades abiertas.
Si bien es cierto que históricamente, los Estados han mostrado una tendencia a restringir la expresión en nombre del orden, la seguridad o el bien común, también es cierto que los marcos jurídicos que protegen este derecho deben ser especialmente vigilantes ante cualquier intento de censura directa o indirecta. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su Opinión Consultiva OC-5/85, fue contundente al declarar que “la libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática”. Esta libertad incluye tanto la posibilidad de expresar ideas populares como aquellas que incomodan, critican o desafían al poder.
Diversos casos en el mundo democrático han aportado diversas categorías para entender que la libertad de expresión debe ser un freno al poder estatal. Así por ejemplo encontramos el fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos en New York Times Co. v. United States (1971), conocido como el caso de los “Papeles del Pentágono” en donde la Corte señaló que “una prensa libre debe servir al gobernado, no a los gobernantes”. El fallo reafirmó que la censura previa es incompatible con la Primera Enmienda y que el derecho a informar es esencial para desenmascarar abusos del poder estatal. Otro ejemplo se encuentra en América Latina, con el caso de Kimel vs. Argentina ante la Corte Interamericana donde dicho tribunal refirió que “quienes ejercen funciones públicas deben tener un umbral mayor de tolerancia a la crítica, precisamente porque detentan poder”.
Ambos casos demuestran cómo la libertad de expresión no solo protege al individuo, sino que permite vigilar, denunciar y frenar los excesos del poder estatal. La existencia de medios libres, voces críticas y espacios de disenso no es un lujo democrático, sino una necesidad política. Sin ellos, el Estado queda sin contrapesos visibles, lo que puede derivar en autoritarismo o corrupción.
En tiempos en que los gobiernos buscan controlar la narrativa pública a través de propaganda, manipulación mediática o regulación ambigua de las redes sociales, defender la libertad de expresión se vuelve urgente. En suma, la libertad de expresión es un antídoto contra la opacidad y la arbitrariedad del poder. Garantizarla no es solo proteger una voz individual, sino resguardar la arquitectura democrática. Como dijo el juez Hugo Black en el caso de los Papeles del Pentágono: “Solo una prensa libre y sin restricciones puede exponer eficazmente el engaño del gobierno”.
En un país como México, donde periodistas son asesinados con frecuencia, y donde el poder político busca desacreditar o intimidar a quienes lo cuestionan, defender la libertad de expresión es defender la democracia misma. No hay Estado de derecho sin un discurso libre. Proteger este derecho implica garantizar condiciones materiales y jurídicas para que la crítica sea posible. Porque allí donde la palabra se silencia, el poder se vuelve absoluto.