Escribir desde lo que no comprendo

En tiempos donde la realidad parece desbordarnos —entre crisis políticas, colapsos ecológicos y una tecnología que nos reconfigura a diario—, escribir se vuelve un acto de incertidumbre, pero también de resistencia.

En este mundo lleno de contradicciones, busco comprender, pero escribo desde lo que no comprendo. El arrebato, la intuición, la rabia, llegan antes que el significado. Solo después descubro el núcleo. Como si el texto supiera más que yo.

Pero escribo. Es decir: palabras, imágenes. Huellas.

Me deslizo desde lo mínimo: un gesto, una memoria. Eso toca civilización, ética, amor, ruinas. La intimidad no es lo opuesto a lo colectivo. Es su origen.

Ya no escribo desde el bien y el mal. Pero vengo de ahí. Del arquetipo del héroe y el villano. He aprendido a tolerar la sombra sin resolverla. Escribo desde lo ambiguo.

Escribir es moverme entre fuerzas opuestas. Como un cuerpo que baila.

No quiero decirle a nadie cómo vivir. Pero algo en mí se enciende con las preguntas éticas: ¿qué es el amor?, ¿qué significa quedarse?, ¿quién aparece cuando escribo?, ¿qué sociedad estamos permitiendo construir?

Soy hipersensible. A veces me desborda. Pero en medio del caos veo estructuras, capas, símbolos, señales, augurios.

En el día a día me pierdo: la realidad concreta es más confusa que el símbolo. Escribo para ver.

Es un momento para todos, quizás. Tal vez por eso escribir, más que un gesto íntimo, se ha vuelto un acto profundamente colectivo. Y es bueno —urgente— hablar entre nosotros, aunque sea con una dosis de duda, de asombro, o simplemente de palabras, de empatía.

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