Discapacidades. Sin inclusión no hay país: repensar México desde la diferencia

Accesibilidad o discriminación: no hay punto medio.

La frase puede sonar radical, pero lo cierto es que no hay forma amable de decirlo: cuando un país no se diseña, no se prepara para darle buena vida a todas las personas, está discriminando. Cuando un semáforo no vibra, cuando una rampa es solo decorativa, cuando un contrato laboral exige “habilidad total”, cuando un trámite solo se puede hacer en letra pequeña o en plataformas inaccesibles, se está excluyendo activamente a millones de mexicanas y mexicanos cuya única “falta” es no responder al molde funcional hegemónico.

En México, lo que no se ve, no se cuida. Lo que incomoda, se margina. Y lo que no produce, o se percibe como improductivo bajo los criterios estrechos de eficiencia y velocidad, se desecha. Esa es una de las lógicas más crueles que seguimos arrastrando como país, disfrazada de normalidad, maquillada con discursos de “buenas intenciones” y muchas veces amparada en una compasión que termina siendo otra forma de desprecio.

La discapacidad no es una minoría silenciosa. Según la Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS, 2022), más de 20 millones de personas en México viven con alguna discapacidad o condición limitante permanente. Estamos hablando de alrededor del 16% de la población. Y sin embargo, las calles, los edificios públicos, las empresas, las universidades, los hospitales, los espacios culturales y hasta los hogares, siguen siendo, en su mayoría, territorios excluyentes, diseñados solo para ciertos cuerpos, ciertas capacidades, ciertas formas de estar en el mundo.

Este texto no es un grito de denuncia, aunque también lo es. Tampoco es solo una crítica al Estado, aunque lo interpelaremos. Es un llamado ético y político al empresariado, a las familias empresarias, a las universidades, a los gobiernos y a la ciudadanía entera. Es una invitación urgente a repensar a México desde la diferencia, desde la convicción de que ninguna sociedad puede florecer si deja atrás, calla o invisibiliza a quienes viven desde otro cuerpo, otro ritmo, otra forma de moverse o de entender el mundo.

Como desarrollista humano, empresario, docente y filántropo, no escribo desde la teoría sino desde la práctica. Acompaño empresas que intentan —con errores y aciertos— volverse más humanas, más cuidadoras, más conscientes. Y hoy afirmo sin ambigüedad: la inclusión no es una opción estética ni una moda progresista, es una condición indispensable para la dignidad y la viabilidad de nuestro proyecto de nación.

El Humanismo Mexicano, columna vertebral de esta propuesta, nos obliga a mirar el rostro concreto de la otredad, no como cifra, sino como prójimo, como parte irrenunciable de nosotros/as. Y en esa mirada, la discapacidad no debe ser un problema a resolver, sino una diversidad a abrazar. Porque, como ha dicho con claridad la socióloga Ivonne Gutiérrez Valencia, “no queremos compasión: exigimos accesibilidad, dignidad y decisión sobre nuestras vidas”.

Estructuras que excluyen: la discapacidad no es el problema

“No hay nada más violento que un diseño que te borra.”

Esta frase, tan simple como punzante, resume lo que millones de personas con discapacidad viven todos los días en México: el peso de una exclusión estructural que no solo lastima, sino que silencia.

En 2023, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reportó que el 82% de las personas con discapacidad en México no tiene empleo formal. Esto no se debe a una falta de talento, motivación o preparación, sino a un entramado de barreras arquitectónicas, digitales, culturales y sociales que operan como filtros de exclusión. La accesibilidad, en este país, es todavía tratada como un “favor” que depende de la voluntad de terceros, y no como el derecho fundamental que es.

No hablamos de casos aislados. Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), solo 3 de cada 10 personas con discapacidad reciben atención médica integral, lo que significa que el 70% restante sobrevive entre trámites, negaciones y negligencia. A esto se suma que casi el 90% de los espacios públicos no tienen accesibilidad certificada (SEDATU, 2023). En pocas palabras: se les niega el derecho a moverse, a trabajar, a estudiar, a votar, a gozar del arte, a participar políticamente, a vivir con autonomía.

La socióloga María del Carmen Tejero Jurado, investigadora del CIESAS, lo resume con precisión:

“La discapacidad no es el problema; el problema es cómo la sociedad decide gestionarla.”

Es aquí donde entra Amartya Sen, Premio Nobel de Economía y referente indispensable del pensamiento ético del desarrollo. Para Sen, una sociedad justa no es la que da lo mismo a todos/as, sino la que garantiza “libertades sustantivas”, es decir, condiciones reales para que las personas puedan vivir vidas que valoran. Y si una persona con discapacidad no puede ejercer esas libertades porque el entorno le impide desplazarse, trabajar o decidir, entonces no hablamos de limitación personal, sino de una falla moral y política del sistema.

Esta es la herida: no se trata solo de rampas o de lenguaje de señas, se trata de poder o de no querer.

De quién diseña el mundo y para quién lo diseña.

Como ha dicho con contundencia la activista Rebeca Garza, mujer trans, ciega y referente en accesibilidad interseccional:

“La accesibilidad es un derecho, no un favor. No hay inclusión sin participación.”

Y su frase es aún más potente si se observa bajo la lupa del filósofo Zygmunt Bauman, quien afirmó que en la modernidad líquida, lo que no encaja, se descarta. Así opera el mercado cuando prioriza velocidad, rendimiento, eficiencia: las personas con cuerpos diversos, con tiempos distintos, con necesidades específicas, se vuelven “costos” para un sistema que ya no las quiere mirar. Un sistema alienado al consumo y el capitalismo extractivista.

Pero no todo es concepto. En los últimos 5 años, el número de personas con discapacidad sin acceso a servicios de salud especializados aumentó en un 21%, sobre todo en zonas rurales e indígenas (INEGI-ENADID, 2023). Esto tiene consecuencias devastadoras: tasas de depresión clínica cinco veces más altas, abandono escolar crónico, aislamiento social y una reducción sustancial en la esperanza y calidad de vida. La discapacidad se convierte, así, en un multiplicador de desigualdades.

Como bien lo ha trabajado el filósofo y educador Francisco Cisneros Puebla, esta exclusión no solo es material, sino epistémica:

“La discapacidad también es una forma de conocimiento. Solo quien vive la diferencia puede hablar desde la diferencia.”

Y sin embargo, los sistemas de representación, de política pública, de diseño institucional y de gobernanza, siguen hablando por ellas, sin ellas. ¿Qué ocurre cuando no permitimos que quienes experimentan la realidad con otro cuerpo tengan voz sobre cómo debe organizarse el mundo?

Lo que ocurre es un modelo profundamente autoritario de inclusión: una que acomoda, pero no transforma; que integra como concesión, pero no como justicia.

La activista Ivonne Gutiérrez ha sido clara al respecto:

“No queremos compasión: exigimos accesibilidad, dignidad y decisión sobre nuestras vidas.”

Este es el punto crucial: la discapacidad, en México, no sólo está invisibilizada, está subordinada. Se le impone una narrativa donde el agradecimiento sustituye a la exigencia de derechos, donde la caridad desplaza la justicia, donde el heroísmo individual suplanta la transformación colectiva.

Y por eso no podemos quedarnos en el modelo médico, ni siquiera en el asistencial. Necesitamos un cambio radical en la forma de pensar, sentir, diseñar y convivir. Un cambio que ponga en el centro la dignidad de todas las personas —con sus ritmos, sus historias, sus talentos, sus dolores— y que construya sistemas que cuidan, que escuchan, que incluyen de verdad.

Porque, como lo sostengo desde el Humanismo Mexicano, no hay tejido social sin inclusión radical. Y no hay país posible cuando se deja fuera a millones.

La inclusión no es una dádiva, es una deuda moral

En una sociedad donde el valor de la vida está condicionado por la productividad, la rapidez y la estética, el consumo y la monetización, hablar de inclusión real es, en sí mismo, un acto con coraje y valiente, una revolución. Pero no basta con denunciar. Hay que construir. Y eso exige una nueva ética pública, una nueva filosofía empresarial y una voluntad política renovada.

La filósofa Joan Tronto —referente fundamental de la ética del cuidado— sostiene que cuidar no es un gesto amable o “femenino”, sino una acción política, una responsabilidad compartida entre personas, instituciones y estructuras. Cuidar es crear las condiciones para que el otro exista con dignidad.

“Cuidar es reconocer la vulnerabilidad común, no la inferioridad del otro.”

Desde esta perspectiva, la discapacidad no es una excepción a gestionar, sino una verdad de la vida humana. Todas las personas, en algún punto de su existencia, necesitarán ayuda, apoyo, accesibilidad. La inclusión, entonces, no es “para otros u otras”: es para todas y todos.

En mi experiencia como empresario y consejero de empresas familiares y PYMEs en México y América Latina, he visto cómo aquellas organizaciones que se atreven a rediseñar sus entornos para incluir a todas las personas, sí, sin importar su condición física, sensorial o neurodivergente y como resultado, son también las que florecen con mayor profundidad. No sólo porque cumplen con la ley o con un ideal de responsabilidad social, sino porque descubren el valor transformador de la diversidad humana.

¿Imagina el conocimiento que podemos generar con una perspectiva multi-inteligente, una visión diversa?

La filósofa Martha Nussbaum, con su lista de capacidades centrales, lo expresa de forma conmovedora:

“La dignidad no se mide por la eficiencia, sino por la posibilidad de florecer en comunidad.”

¿Y qué quiere decir esto en el mundo empresarial?

Lo que quiero expresarles en que contratar a una persona con discapacidad no es “darle una oportunidad”, sino reconocerle el derecho a construir sentido, aportar valor y formar parte activa de la vida productiva, cultural y social. Tal cual es para tí o para mí, derecho de agencia.

En México, sin embargo, menos del 2% de las empresas cuenta con políticas reales de inclusión de personas con discapacidad. A pesar de los incentivos fiscales, de las normas oficiales (como la NOM-034-STPS-2016) y de los tratados internacionales firmados, el cumplimiento es mínimo. Muchas empresas simulan, otras ignoran, y unas pocas transforman.

Entre estas últimas, sobresalen proyectos como el impulsado por la gestora cultural, escritora y activista Angélica Lenz, quien desde el Festival AsombrArte (octubre próximo) ha demostrado que la inclusión no es un ideal lejano, sino una decisión estructural, ética y creativa. Su propuesta —acercar el arte, el cine, la emoción y la cultura a personas con discapacidad visual y auditiva— desmonta la idea de que hay espacios donde “no se puede” incluir. No dejes de ir y así, aprender.

Lo que hay, en todo caso, es falta de voluntad, de imaginación y de compromiso.

Lenz nos recuerda que la participación cultural también es un derecho humano. Y que el goce estético, la risa compartida, la experiencia simbólica, no pueden reservarse solo para quienes ven, oyen o se desplazan “normalmente”.

“La inclusión empieza cuando dejamos de pensar en ‘acomodar’ al otro y comenzamos a rediseñar el mundo para todas y todos.”

Desde Lilo México, siendo presidente del patronato, una de las plataformas que hoy tengo el honor de guiar, hemos apostado por una filantropía consciente, donde el esfuerzo por mitigar la discapacidad que provocan las cardiopatías congénitas no es una campaña aislada, sino una postura política y estructural. Nuestra visión: tejer puentes entre ciudadanía, cultura, educación, salud y empresa, para cocrear un ecosistema donde nadie quede atrás, ni afuera, ni por debajo de nadie. Y menos en nuestras infancias.

El pensamiento sistémico de Patricia Werhane sostiene que la responsabilidad ética empresarial no termina en el producto ni en el capital humano, sino que abarca todas las consecuencias organizacionales y sociales del hacer empresarial. Si una empresa no garantiza accesibilidad, si margina a quienes se salen del molde funcional, si simula inclusión con discursos vacíos, no está siendo ética: está siendo cómplice del deterioro del tejido social.

Por el contrario, las empresas que abrazan la diversidad funcional y diseñan desde el cuidado, como proponen Raj Sisodia y Riane Eisler, se convierten en organizaciones evolutivas, regenerativas, sostenibles. Empresas humanistas.

No es casual que las compañías con políticas de inclusión activa reporten, según Accenture (2023), hasta 2.6 veces más ingresos por empleado, 2 veces mayor retención de talento, y un 30% más de innovación.

No es caridad. Es visión. Pero sobre todo, es conciencia. Es sostenibilidad.

Conciencia de que la empresa puede ser espacio de reparación, de dignificación, de florecimiento humano, o una máquina más de exclusión. Y el empresariado mexicano —en particular quienes dirigen PYMEs, empresas familiares o cooperativas sociales— tiene en sus manos el poder de decidir qué historia quiere contar su empresa: la del privilegio cerrado o la del cuidado expansivo.

Como mexicano, como líder humanista, como hijo, padre, abuelo, como ciudadano, me rebelo ante la normalización de la exclusión. Y desde esa rebeldía, te invito a sumarte.

Incluir es reconstruir la nación

La inclusión no es una dádiva, es una deuda moral

¿Qué tanto estás dispuesto a rediseñar tu mundo para que todas las personas quepan en él?

Esa es la pregunta que debemos hacernos, no como un acto de culpa, sino como una provocación ética. Porque cada vez que no contratamos, no adaptamos, no escuchamos o no vemos a una persona con discapacidad, estamos eligiendo mantener una estructura excluyente que ya ha demostrado su fracaso humano.

Hoy lo digo sin rodeos: sin inclusión no hay país.

No hay democracia, porque no hay representación real.

No hay economía sostenible, porque se desperdician millones de talentos.

No hay paz, porque se acumula la frustración, la rabia y el abandono.

No hay ciudadanía plena, porque se margina lo diverso.

No hay nación, porque se niega la participación de millones.

Y esto no es solo una responsabilidad del gobierno, que sí debe legislar, garantizar presupuestos, formar servidores públicos con perspectiva de discapacidad y asegurar justicia. Es también una responsabilidad empresarial, familiar y cultural.

En cada empresa que se niega a adaptar su infraestructura, en cada director que asume que “no es viable contratar personas con discapacidad”, en cada espacio público que ignora los estándares de accesibilidad, se perpetúa un sistema que discrimina por diseño. Y lo peor es que nos acostumbramos. Nos volvemos cómplices por omisión.

Por eso, el Humanismo Mexicano —ese que nos interpela a reconstruir el tejido social con los pies en la tierra y el corazón dispuesto— exige una respuesta clara y urgente: incluir es cuidar, y cuidar es construir país.

La inclusión no es un gesto estético. No es una sección en un sitio web ni un “reconocimiento a la diversidad”.

La inclusión, en el sentido más profundo, es una postura política, existencial y estructural. Es el arte de rehacerlo todo: la calle, el puesto, la cultura, y la mente. Todas las personas merecen vivir con dignidad.

Y la dignidad no se suplica: se garantiza. La inclusión no se ruega: se estructura. La diferencia no se tolera: se celebra.

Como dijo Aristóteles,

“La finalidad del ser humano es la eudaimonía: florecer en comunidad.”

No hay florecimiento posible si el otro está silenciado. No hay comunidad si la mitad de sus integrantes no puede entrar por la puerta. No hay país si dejamos fuera a millones por no “encajar”.

México puede ser un referente de inclusión, no desde el discurso, sino desde la praxis. Desde el rediseño sistémico de su empresa, su escuela, su calle, su cultura, su narrativa.

Pero necesitamos aliarnos.

Empresariado, gobierno, organizaciones, familias. Necesitamos mover la voluntad dormida, romper la pereza ética, renunciar al simulacro.

Y, sobre todo, necesitamos reconocer que esta causa no es de “los otros/as”. Es nuestra. Nos involucra. Nos convoca. Nos define como sociedad.

Yo, como desarrollista humano, consejero, docente, padre, abuelo, empresario, fundador de Lilo México y consejero en organizaciones que creen en el poder transformador del cuidado, afirmo con toda responsabilidad:

La inclusión de las personas con discapacidad no es un favor que ofrecemos. Es un compromiso inquebrantable con nuestra humanidad compartida. Es una tarea colectiva. Es el presente que merece ser vivido y el futuro que aún podemos construir.

Sin inclusión de las discapacidades, nuestro porvenir no será digno. Y sin dignidad, no hay país que valga la pena habitar.

Abrazo esperanzador en letras.

El autor es Doctorante en Desarrollo Humano, Universidad Motolinía del Pedregal, México; Master en Desarrollo Humano, Universidad Iberoamericana, México; Master ejecutivo en Liderazgo Positivo Estratégico, Instituto de Empresa, España. Licenciado en Comunicación Gráfica y Columnista en El Economista.

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