Relocalización farmacéutica con propósito; resiliencia sí, pero con bisturí

En los últimos años, la conversación sobre relocalización productiva farmacéutica, y de otras industrias, ha ganado un lugar central en las agendas de salud pública, comercio internacional y seguridad nacional. Nearshoring y friendshoring (trasladar procesos productivos a países cercanos o aliados, respectivamente), reshoring (retornar la producción al país de origen) onshoring (desarrollar capacidades productivas dentro del mismo país), ya no son conceptos técnicos reservados a los economistas industriales: son parte del nuevo léxico de los tomadores de decisiones que buscan garantizar el acceso oportuno a medicamentos esenciales.

En una columna anterior titulada “El desafío de la resiliencia de la cadena de suministro de medicamentos”, advertí que externalizar toda la producción puede dar la ilusión de eficiencia, pero no garantiza abastecimiento. El espejismo de los precios bajos se desvanece cuando las cadenas logísticas se rompen, los países imponen restricciones a la exportación o los insumos críticos se concentran en pocas manos.

Hoy, el debate se ha sofisticado. Ya no se trata sólo de dónde se produce, sino de cómo se toman las decisiones sobre qué producir, con qué criterios y con qué incentivos. La relocalización productiva no puede ser una reacción emocional ni una consigna política. Debe ser una política pública basada en evidencia, riesgo y propósito.

No es realista —ni técnica ni económicamente— aspirar a producir todo localmente. Pero tampoco es prudente depender exclusivamente de cadenas de suministro globales que han demostrado ser vulnerables ante disrupciones geopolíticas, sanitarias o logísticas. La clave está en identificar con precisión qué productos son realmente críticos, cuáles presentan una alta concentración de proveedores y en qué segmentos existe capacidad instalada o potencial de desarrollo local.

Además, es importante reconocer que las relocalizaciones de cadenas de suministro son procesos lentos, complejos y de alto costo, pudiendo extenderse entre 4 y 7 años, dependiendo de la complejidad regulatoria y la infraestructura requerida, según algunas estimaciones. Para que ello ocurra adecuadamente, se requieren señales claras y sostenidas en el tiempo por parte de los Estados —no sólo de los gobiernos—. Estas decisiones no pueden estar ancladas a ciclos políticos cortos ni depender de voluntades circunstanciales. La experiencia internacional muestra que los países que han logrado atraer inversión farmacéutica lo han hecho a través de planes estratégicos de largo plazo, con marcos regulatorios estables, incentivos fiscales bien diseñados y políticas de compras públicas alineadas con objetivos industriales y sanitarios.

Esta visión está en línea con las recomendaciones del informe “Building Resilience into the Nation’s Medical Product Supply Chains” de 2022, de las Academias Nacionales de Ciencias de EE. UU., que subraya que la resiliencia no es un lujo, sino una inversión estratégica que requiere producción local selectiva, almacenamiento crítico, diversificación de proveedores y cooperación internacional sostenida.

El Tratado de las Pandemias, adoptado el 20 de mayo pasado por los Estados Miembros de la OMS, institucionaliza esta lógica. En columnas anteriores analicé cómo este acuerdo multilateral propone mecanismos de monitoreo, coordinación y respuesta ante emergencias sanitarias, incluyendo cláusulas sobre producción local (bajo el concepto de “producción local sostenible y geográficamente diversificada”), transferencia de tecnología y cooperación internacional. Su adopción marca un punto de inflexión: la resiliencia ya no es sólo deseable, será jurídicamente vinculante.

Pero la resiliencia no se construye sólo con plantas y moléculas. La industria farmacéutica genera beneficios que van mucho más allá del abastecimiento: encadenamientos productivos de alto valor agregado, empleos calificados, inversión en ciencia y tecnología, y vínculos con universidades y centros de investigación.

En este contexto, también es necesario revisar los modelos de compra pública. En anteriores columnas he advertido sobre los efectos nocivos del enfoque “winner-takes-all” (modelo de adjudicación donde un solo proveedor se lleva todo el volumen), que concentra la producción en pocos actores globales, erosiona capacidades locales y aumenta la vulnerabilidad del sistema ante disrupciones. La resiliencia requiere competencia, diversidad y redundancia, no concentración.

Estamos en un momento de cambio de paradigma. La eficiencia ya no puede medirse sólo en términos de precio unitario. Debe incluir variables como continuidad, equidad y sostenibilidad. La relocalización productiva, bien diseñada, puede ser una herramienta poderosa para construir sistemas de salud más robustos, equitativos y preparados para el futuro.

Pero como todo bisturí, debe usarse con precisión. Porque en salud, improvisar cuesta vidas.

*El autor es experto en políticas públicas en salud, ha trabajado para diversas asociaciones e industria relaciona con estas materias, desempeñándose también a nivel académico.

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