La voz nítida
Una estación abandonada: cristales rotos. Llueve. Llueve. Están frente al edificio. La antigua terminal, hoy museo arqueológico, deja filtrar la lluvia por sus vidrios quebrados.
El techo gotea; las paredes, cubiertas de mapas antiguos. Un banco de madera mojado. Nadie más. Un lugar en suspensión. Un tiempo detenido en zozobra.
Ellos son Lynn y Martin. Llevan veinte años casados. Viven en México desde que se retiraron y acaban de terminar una visita a unas ruinas de más de siete siglos. La nostalgia, el asombro, la incomodidad del día los mantiene tensos.
Ella —psicoanalista norteamericana— está empapada en su silla de ruedas. Intenta moverla sin éxito. Las ruedas se hunden en un charco. Él —ingeniero de software, seco, introspectivo— permanece detrás, con los brazos cruzados. Viste ropa sencilla. Lleva un sombrero que lo protege de la lluvia y casi le oculta el rostro. Su cuerpo tiene la precisión de quien ensambló sistemas imposibles, pero hoy enfrenta un mecanismo humano que entiende de modo peculiar. Digamos que la comprende más que ella a sí misma, aunque no complete los espacios de su pensamiento.
Martin traza sus recorridos mentales con rigor; Lynn los nombra, los abraza, les da sentido.
Silencio.
Ella sonríe ampliamente, como si se hablara a sí misma:
—¿Sabías que en muchas culturas el agua representa lo incontrolable?
Él, encendiendo un encendedor viejo, responde:
—¿Y sabías que en muchas otras culturas sentarse en un charco da pulmonía?
Silencio.
—Puedes irte si quieres —dice ella.
—Podría —responde él, encogiéndose de hombros.
Más silencio. El agua arrecia. Un trueno a lo lejos. Él avanza un paso, luego otro, y se detiene detrás de ella.
—Pero sin ti… no sabría si llueve —dice, sin dejar de clavarle el ojo.
Ella gira ligeramente el rostro. No sonríe. No bromea. No dice nada. Solo lo observa.
—Supongo… que ahora querrás cargarme —murmura.
—Supongo que sí —responde él, con la misma voz seca con la que daría órdenes a una máquina.
Se agacha. La levanta con fuerza contenida. Ella se deja llevar. Apoya la cabeza en su hombro. Se entrega. Caminan por la estación vacía. Al fondo, las ruedas de la silla, abandonadas, giran lentamente en el agua.
Avanzan así, hasta que ella, colgando de Martin, suelta una carcajada. Intenta cubrirse la boca, contenerse, pero no puede.
Ríe con todo el cuerpo, con el vientre, con los hombros. Ríe con lágrimas que no son de lluvia. Son como las de ese dios al que acaban de visitar: Tláloc, que al llorar trae tormentas y algo parecido al gozo. El cuerpo de Martin también vibra, con torpeza, con lágrimas de placer… y de algo más difícil de nombrar.
—Perdón —murmura ella, secándose la cara con la manga—. Es que… el tren… este peso … los trenes del pasado…
Él la observa con media sonrisa, pero no dice nada. Continúa caminando. Ella pesa. Su rostro es neutro, la voz seca, los gestos mínimos. Pero su cuerpo tiembla por dentro. Llora, aunque apenas lo reconoce. Está acostumbrado a hacer funcionar sistemas complejos, pero aquí, en la estación arqueológica y frente a Lynn, todo está roto: el museo, el tiempo, el cuerpo, la relación.
—A veces me dan ataques —dice ella—. Ataques de felicidad. Los intento guardar para mí.
Silencio.
Él se ríe muy bajito, casi imperceptible, y luego asiente. Sigue llevándola en brazos.
—Sí —dice—. Pero nunca has sido buena para esconder cosas.
Llegan a una sala lateral. Ahora las gotas son apenas chipichipi. La deja en un banco plano. Le pone una manta sobre las piernas. Se sienta frente a ella. Ninguno habla. Él abre una caja con comida enlatada. Se quita la gorra. Ella lo mira. Él se deja ver. Sabe que está siendo observado. Recibido. Tiene el rostro limpio, ojeras, un gesto casi vulnerable. Largo silencio. Ella habla suave:
—No hagas de esto una escena.
—No lo haré —responde él, sin levantar la vista.
Pausa.
Ella lo ve. Él lo sabe. Se deja mirar. Entonces ella sonríe, apenas, como si le confiara un secreto:
—Qué bueno que trajimos este artefacto ligero. ¿Recuerdas a mis dos últimos pacientes? Esos que me perseguían como si yo fuera un tren nocturno de todos sus traumas. Me castigan como si yo fuera su adicción, su razón de ser, como si yo tuviera la culpa. Y lo trágico… es que a veces es cierto. Todo depende del punto de vista. Ya lo único que quiero es desaparecer de ellos —bromea—. Con este vehículo, se complica un poco.
Lynn dedicó su vida a explorar lo no dicho, lo reprimido. Ahora ella se vuelve inhallable, como si se refugiara en ese mismo terreno. No responde llamadas ni cartas. No da su apellido. No dice dónde vive. Se ha vuelto esquiva y se repliega. No deja huellas. Su vehículo metálico es lento, pero su invisibilidad es instantánea: no contesta correos, no da datos, y desaparece en un silencio cruel.
Él la observa, por primera vez, profundamente. Ya no observa solo hacia adentro. Se queda quieto. Y luego: un gesto ínfimo. Una casi-sonrisa. Parece desconectado, emocionalmente distante, pero en realidad hay una conexión honda con Lynn. La ve, la sostiene, la comprende a su manera. La lluvia continúa. Una rueda oxidada gira al fondo.
Lynn es lúcida, brillante, simbólicamente autosuficiente, pero atrapada en un cuerpo que necesita ser movido por otros. Está, pero no está. Ocupa la escena, pero su deseo huye. Su gesto, su tono, todo sugiere retirada.
Silencio.
Contemplan por última vez el recinto detenido.
Ella toma una única fotografía: un templo bajo una bruma espesa, agua sobre las piedras, el cielo blanco, limpio, callado. Las piedras mojadas permanecen.
La imagen es un himno.
Ella besa a Martin. Él dice:
—Quizás deberíamos subir ese tren al único andén que queda abierto esta noche.
Ella, conmovida, apenas logra hablar. Ya no analiza pequeñas historias: busca estructuras más antiguas, más vastas, más silenciosas.
—Eres tan cursi —susurra—“And I got you. We got us. Y te tengo. Nos tenemos —piensa, pero no lo dice—”
Martin va por la estructura metálica con ruedas. No hace ruido. Regresa y la ayuda, lentamente, a sentarse. Dan un último vistazo al sitio, y él la empuja hacia el centro de algo. Lynn pregunta, emocionada:
—¿Te está gustando el paseo, Martin?
Al irse, se fueron volviendo translúcidos, como si regresaran a ese cielo blanquecino, desapareciendo en el agua, en las piedras, en el Sitio, en lo que permanece ya sin exigir interpretación. El olor a agua estancada y humedad se expande aún más, incontrolable, inevitable.