Arellano y Covarrubias: dos cocinas, una temporada

Hoy en día, las líneas divisorias entre lo clásico y lo innovador están siendo inexistentes, transformándose en puntos de unión. Bajo esta premisa, Gastronomía Palacio presenta más que una selección de platillos: es una declaración de principios. En esta temporada, la experiencia culinaria trasciende lo meramente gustativo; se eleva a una filosofía que entrelaza diversas culturas, métodos culinarios y recuerdos individuales, todos convergiendo alrededor de la mesa.
Lo que une a chefs como Ricardo Arellano y Rafael Covarrubias no es sólo su talento indiscutible ni su proyección internacional, sino una comprensión profunda de la cocina como un lenguaje emocional, cargado de identidad, técnica y riesgo.
Arellano, con su raíz en la Cañada oaxaqueña y su experiencia entre Estados Unidos, Europa y Japón, trae a la Cantina del Palacio una propuesta que es tan compleja como honesta: un omakase oaxaqueño donde la pureza japonesa y la tierra del sur de México se abrazan en silencio, bocado a bocado.

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Covarrubias, desde Canadá , ha logrado encender los reflectores de la crítica internacional —estrella Michelin incluida— sin renunciar a lo esencial: su herencia mexicana. Su colaboración con Zubieta es una muestra de cómo la cocina puede ser también un ejercicio de memoria y territorio: un mestizaje delicado y firme, donde lo contemporáneo no borra el origen, sino que lo amplifica.
Más que modas, estos encuentros reflejan una transformación de fondo: la de una gastronomía mexicana que ya no se conforma con preservar lo ancestral, sino que lo reinterpreta, lo traslada, lo proyecta al mundo. Hay una nueva generación de cocineros que no teme fusionar lo que antes parecía incompatible, y que entiende que la emoción es tan importante como la técnica. Son artistas del sabor que se atreven a crear sin perder el respeto por el producto, por la historia, por el contexto.

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Ambas experiencias —la de Arellano en Cantina del Palacio y la de Covarrubias en Zubieta— son, ante todo, ejercicios de confianza: en la materia prima, en el tiempo, en el oficio. Pero también, y sobre todo, en el comensal. Invitan a quien se sienta a la mesa a soltar el control y dejarse llevar por un viaje sensorial, íntimo y fugaz.
En un país donde la cocina es un acto de resistencia y de celebración, estas propuestas son también un manifiesto: que la tradición no está reñida con la evolución. Que los ingredientes de la milpa y los del mercado de Tokio pueden hablar el mismo idioma. Que la alta cocina no tiene por qué ser excluyente, si está hecha desde el corazón.
Porque al final, el buen gusto no es sólo cuestión de estética. Es, sobre todo, una forma de mirar el mundo. Y de saborearlo.