La neolengua de Trump nos amenaza a todos

MADRID – Se dice que hace unos 2,500 años, a Confucio le preguntaron qué sería lo primero que haría si tuviera el poder absoluto. Su respuesta fue: “rectificaría los nombres de las cosas”. Con cambios en el lenguaje habitual, sugirió, podría guiar “los asuntos” y asegurar que “castigos y recompensas” fueran “adecuados”. Confucio entendía que el lenguaje no es sólo descriptivo, sino también prescriptivo, puesto que moldea el pensamiento y el discurso, determina acciones y resultados.

El presidente estadounidense Donald Trump trata de poner el lenguaje al servicio de sus objetivos personales. Desde su regreso a la Casa Blanca, ha dictado una andanada de órdenes ejecutivas para “rectificar” el lenguaje de la gobernanza en Estados Unidos. Esto incluye prohibir al gobierno federal el uso de términos como “diversidad”, “equidad”, “inclusión”, “crisis climática”, “identidad de género” y otros relacionados con la identidad sexual y racial, que en su opinión perpetúan una dañina ideología “woke”.

Con estos decretos orwellianos, Trump pretende determinar resultados, apelando a reconfigurar narrativas, cambiar prioridades y eliminar verdades incómodas. Prohibir el término “sostenibilidad” es desterrar las inquietudes ambientales. Prohibir que se hable de “diversidad” oculta la existencia de desigualdades sistémicas.

Aunque algunos de los decretos de Trump coinciden con la opinión pública (por ejemplo, una encuesta de 2023 mostró que la mayoría de los estadounidenses rechaza la idea de que haya más de dos géneros), el impacto general es debilitar, politizar y desprestigiar conceptos que existen y líneas de investigación intelectual y científica valiosas. En otras palabras, Trump pone límites a la capacidad de los estadounidenses para analizar, aprender, mejorar y participar en la clase de debate abierto e informado que es requisito para el buen funcionamiento de una democracia.

La represión lingüística de Trump ya ha servido al Departamento de Eficiencia Gubernamental, hasta hace poco dirigido por Elon Musk, para rescindir 85 contratos gubernamentales, por un valor colectivo de unos 1,000 millones de dólares, vinculados a la diversidad, la equidad y la inclusión (DEI) y a la accesibilidad; medida que a menudo se ha basado en búsquedas de palabras mediante inteligencia artificial. Se ha eliminado cualquier referencia al cambio climático en sitios web gubernamentales. Se han congelado ayudas a investigaciones que mencionen términos como “clima” o “disparidades raciales”. Se ha amenazado con recortes de financiamiento a museos, como el Smithsonian, que promuevan narrativas inclusivas.

Como predijo Confucio, estos cambios ya están teniendo repercusiones. Empresas como Walmart, Meta y McDonald’s han reducido los programas de DEI, por temor a represalias de la administración Trump.

Larry Fink, director ejecutivo de BlackRock, era un firme defensor de tomar en consideración los temas ambientales, sociales y de gobernanza (ASG) a la hora de decidir inversiones. En su carta de 2020 a directores ejecutivos, afirmaba que “el riesgo climático es un riesgo de inversión” y señalaba que “las carteras que integran la sostenibilidad y el clima pueden ofrecer a los inversores mejores rendimientos ajustados al riesgo”. En 2021, mencionó los criterios ASG cuatro veces y destacó la “prima de sostenibilidad” que disfrutan las empresas con “mejores perfiles ASG”. Pero su última carta a los inversores no dice nada de ASG o sostenibilidad, y en vez de eso se centra en el “pragmatismo energético”.

Esto refleja una tendencia más amplia: los principales bancos y fondos de inversión (de Goldman Sachs a JP Morgan) se han distanciado de los compromisos de sostenibilidad por temor a problemas políticos y legales. El Índice Dow Jones de Sostenibilidad (que desde hace mucho tiempo marca el estándar mundial en materia de responsabilidad social y ambiental corporativa) ha sido rebautizado por su propietario (S&P Global) como “Best-in-Class Index”.

No son cambios meramente cosméticos, sino una señal para los inversores de que la sostenibilidad ha dejado de ser prioridad. Y es probable que trasciendan los Estados Unidos y afecten a instituciones, empresas e investigaciones académicas de todo el mundo. Al fin y al cabo, el dominio económico de Estados Unidos le otorga enorme poder para influir en las normas lingüísticas del inglés; la lingua franca del discurso internacional.

La extrema derecha europea (con representantes como Alternative für Deutschland / AfD en Alemania, Rassemblement National en Francia y Vox en España) ya está repitiendo la retórica de Trump, con críticas a conceptos «woke» como la diversidad y la sostenibilidad. Como es bien sabido, AfD desestima las políticas de sostenibilidad, a las que califica como síntoma de una «histeria» que lastra la industria alemana (sentimiento que resuena en su cada vez más numerosa base de simpatizantes).

La campaña lingüística de Trump también puede influir en las empresas e investigaciones europeas mediante la presión directa. Las embajadas estadounidenses de toda Europa han enviado cartas a empresas y otras entidades que hacen negocios con el gobierno estadounidense para exigirles certificación de que no tienen en marcha programas de DEI.

La lengua inglesa es una herramienta compartida, pero se inclina ante la voluntad política de Estados Unidos. Así, la guerra lingüística de Trump amenaza a toda la comunidad internacional, que debe preservar la integridad de los conceptos esenciales. La clave no está en encontrar nuevas formas de discutirlos, sino en reivindicar sus nombres y posicionarlos como ideas universales, cuyos significados trascienden las agendas políticas partidistas.

La candidata obvia para tomar la iniciativa es la Unión Europea, con su innegable amor por ponerles nombres a las cosas. Pero hasta ahora, la Comisión Europea ha permanecido en silencio. Ni un solo alto funcionario de la UE ha dado una respuesta contundente a los ataques de Trump contra el lenguaje. Europa se está perdiendo una gran oportunidad de mostrar liderazgo mundial basado en principios (en momentos en que intenta reforzar su “autonomía estratégica”) y de demostrar que no defiende conceptos vacíos.

La UE habla con profusión acerca de la sostenibilidad y de la inclusión; sirven de prueba sus al parecer interminables proclamas sobre “transiciones verdes” y “crecimiento inclusivo”. Pero a menudo le falta la determinación necesaria para pasar de las palabras a los hechos. Para reivindicar los términos que Trump quiere borrar se necesitan políticas concretas; por ejemplo, un marco vinculante de sostenibilidad de la UE, que obligue a las empresas a cumplir las normas ASG.

Así como la falta de compromiso de Trump con la OTAN ha provocado un muy demorado despertar político en Europa, sus ataques al lenguaje de la sostenibilidad y la inclusión deberían ser catalizadores para la acción de Europa en ambas áreas y, en un plano más general, para su reafirmación de liderazgo internacional. La alternativa (permitir que el futuro de Europa lo determinen las fuerzas populistas internas y la manipulación externa) es una receta para profundizar la vulnerabilidad y la fragmentación. Al fin y al cabo, cuando las palabras pierden su significado, pierden su poder para inspirar y unir.

La autora

Ana Palacio fue ministra de asuntos exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.

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