La Cúpula de Oro de Trump: ¿se convertirá el espacio en el nuevo Viejo Oeste?

El 20 de mayo de 2025, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció oficialmente desde el Despacho Oval el lanzamiento del proyecto Golden Dome –Cúpula de Oro–, un sistema global de defensa antimisiles. Su objetivo: interceptar cualquier misil antes de que alcance suelo estadounidense mediante una red de satélites que rodearía el planeta y actuaría como “paraguas estratégico” ante amenazas balísticas. Aunque la promesa suena grandiosa, no es del todo nueva.

El proyecto recuerda a la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI, por sus siglas en inglés), lanzada por Ronald Reagan en la década de 1980 y popularmente conocida como la “Guerra de las Galaxias”. Esta iniciativa aspiraba a crear un sistema capaz de interceptar misiles nucleares soviéticos mediante tecnologías espaciales avanzadas como láseres y satélites.

Si bien impulsó la innovación tecnológica y reavivó la competencia espacial con la Unión Soviética –intensificando una presión económica que sería clave en su colapso–, su complejidad técnica y coste astronómico la volvieron inviable y fue finalmente abandonada tras el fin de la Guerra Fría.

Sin embargo, la SDI pudo haber cambiado la faz del mundo: al romper el principio de destrucción mutua asegurada, amenazaba con desestabilizar el frágil equilibrio del terror. Trump recupera esa lógica en un escenario donde la amenaza no se limita ya a Rusia.

China, Corea del Norte e Irán, los nuevos enemigos

Cada vez más países desarrollan misiles balísticos sofisticados, lo que alimenta la preocupación de Estados Unidos no sólo frente a Rusia, sino también frente a China, Corea del Norte o Irán. ¿De qué tipo de armas hablamos exactamente?

Un misil balístico es capaz de recorrer varios miles de kilómetros tras salir de la atmósfera, siguiendo un arco que le permite alcanzar hasta Mach 20 (unos 24 700 km/h). Por su parte, los misiles supersónicos (por encima de Mach 1, es decir, unos 1 235 km/h) y los hipersónicos (más allá de Mach 5, aproximadamente 6 175 km/h) vuelan a altitudes más bajas y pueden maniobrar, lo que complica su interceptación. Muchos de ellos, en particular los misiles balísticos intercontinentales, están diseñados para transportar cargas nucleares.

Misil Oreshnik: de Rusia a Madrid en apenas 15 minutos

En noviembre de 2024, la comunidad internacional se alarmó especialmente al constatar el primer uso confirmado del misil ruso Oreshnik, durante un ataque contra la ciudad ucraniana de Dnipro. Con una autonomía estimada de 5,000 kilómetros, este misil puede alcanzar velocidades de hasta Mach 10 y portar hasta seis ojivas, convencionales o nucleares.

Pongamos que un Oreshnik es lanzado desde Rusia occidental hacia Madrid (unos 3,200 km): tardaría entre 14 y 16 minutos en alcanzar su objetivo. Para hacer frente a este tipo de peligros, la Cúpula de Oro deberá apoyarse en satélites de detección, cálculo de trayectoria e interceptación de altísima tecnología.

Ahora bien, cabe preguntarse hasta qué punto es factible un sistema de defensa de esta envergadura. El precedente más conocido es el Cúpula de Hierro israelí, que registra una tasa de interceptación cercana al 90 por ciento. Sin embargo, este sistema está diseñado principalmente para neutralizar cohetes de poco alcance, muchos de ellos de fabricación artesanal o procedentes de suministros extranjeros.

Ante amenazas más sofisticadas como los misiles intercontinentales, el sistema estadounidense GBI (Ground-Based Interceptors) no supera un 57% de éxito en sus pruebas. Acelerado por la administración de George W. Bush en el contexto posterior al 11-S para interceptar misiles balísticos intercontinentales procedentes de “Estados canalla” como Corea del Norte, su desarrollo se vio marcado por la urgencia estratégica, a costa de fases de prueba y validación que quedaron, en parte, incompletas. Todavía persisten serias dudas sobre su fiabilidad en condiciones reales.

Un coste estratosférico

En cuanto a la Cúpula de Oro, serán las propuestas de las 180 empresas que han respondido a la convocatoria para desarrollarla las que permitan medir el salto tecnológico necesario para concretar este escudo planetario.

A nivel presupuestario, las cifras revelan la magnitud –y la incertidumbre– que rodea al proyecto. El presidente Trump ha estimado su coste en 175,000 millones de dólares a lo largo de tres años. Sin embargo, según proyecciones del Congreso y de la Oficina de Presupuesto del Congreso, el gasto total podría situarse entre 542,000 millones y 831,000 millones de dólares en dos décadas. Para comparar: en 2024, el presupuesto de defensa fue de 842 000 millones.

Más allá de los desafíos tecnológicos y los sobrecostes, el proyecto plantea también un riesgo que numerosos expertos llevan tiempo señalando: la proliferación de desechos espaciales, fruto de colisiones accidentales, satélites destruidos o pruebas armamentísticas. La multiplicación de objetos no controlados eleva el riesgo de colisiones en cadena, un escenario conocido como “síndrome de Kessler”. Este afectaría a los sistemas de navegación aérea y marítima, las telecomunicaciones, la previsión meteorológica o incluso las operaciones militares. En otras palabras, todo lo que hoy depende del buen funcionamiento de los satélites.

¿Estamos ante un nuevo paso hacia la militarización del espacio? En realidad, se trata de una ruptura más profunda: un avance hacia su “arsenalización”. La militarización del espacio –ya una realidad desde hace décadas– implica el uso del entorno espacial para fines militares como la observación, la escucha o la coordinación de operaciones. La arsenalización, en cambio, supone colocar directamente armas en órbita, un umbral cuyo traspaso marcaría el inicio de una nueva era estratégica.

Esta posibilidad contraviene el espíritu –y en parte la letra– del Tratado del Espacio Exterior de 1967, que prohíbe la instalación de armas de destrucción masiva fuera de la atmósfera y declara que el espacio no puede ser objeto de apropiación nacional.

Satélites con capacidad bélica

En la práctica, Estados Unidos ya domina ampliamente la órbita terrestre: Starlink, la red de satélites de Elon Musk, representa más de 6,750 de los 11,600 satélites actualmente operativos. Aunque civiles en su concepción, muchos de estos satélites ofrecen capacidades duales decisivas en el marco de la guerra moderna, lo que ha permitido brindar conectividad segura a las fuerzas ucranianas.

Esta creciente presencia estadounidense en la órbita terrestre sugiere que las próximas fronteras no se trazarán solo sobre mapas, sino también en el vacío sideral. Regido por la ley del más fuerte, el espacio se perfila como el nuevo Lejano Oeste: fascinante, prometedor y terriblemente peligroso.

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