Conectividad rural en Estados Unidos

La brecha digital en América Latina sigue siendo uno de los desafíos estructurales más persistentes de la región. En zonas urbanas de alto ingreso, la conectividad suele ser estable, rápida y asequible. Sobre todo, los barrios de alto poder adquisitivo que suelen no tener nada que envidiar a las grandes urbes norteamericanas al poseer una oferta variada ofrecida con tecnología de punta. Países como Uruguay, Argentina y Chile exhiben tasas de adopción de banda ancha por medio de fibra óptica equiparables o superiores a las de muchos mercados de Europa Occidental, Estados Unidos o Canadá.
Lastimosamente la realidad latinoamericana es diferente en los entornos rurales, indígenas o periurbanos. Allí los esfuerzos por promover la conectividad hasta la fecha han sido insuficientes ya que millones de personas viven aún desconectadas o con acceso a internet de muy baja calidad. Frente a este panorama, las experiencias acumuladas en Estados Unidos podrán ofrecer enseñanzas valiosas para repensar la política pública de conectividad rural en América Latina.
Por ejemplo, el Connect America Fund o Fondo para Conectar America (FCA), lanzado en 2011 por la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), nació para corregir una falla estructural del mercado: las zonas rurales no eran rentables para los operadores privados. Con subsidios directos, entregados a empresas, el FCA permitió ampliar la cobertura básica de voz y datos. Sin embargo, su principal debilidad fue establecer velocidades mínimas de apenas 10 Mbps de bajada y 1 Mbps de subida, que con el tiempo resultaron insuficientes para actividades fundamentales como la educación virtual, la telemedicina o el trabajo remoto. A pesar de haber invertido más de 10 mil millones de dólares, los estudios mostraron que más del 90% de los hogares cubiertos seguían con conexiones limitadas. ¿Qué podemos aprender de este esfuerzo? ¿Qué funcionó? ¿Dónde surgieron los obstáculos que enfrentó el programa? ¿Cuáles fueron?
El aprendizaje obtenido del FCA llevó al diseño de una segunda generación de políticas más sofisticadas. En 2019, se creó el Rural Digital Opportunity Fund o Fondo de Oportunidad Digital Rural (FODR), también gestionado por la FCC. El mismo incorporó mecanismos competitivos a través de subastas inversas. Operadores grandes y pequeños pujaban por fondos a cambio de compromisos concretos de cobertura, calidad y plazos. El FODR dio prioridad a redes capaces de entregar velocidades de hasta 100 Mbps/20 Mbps y exigió que al menos el 40% de los hogares prometidos estuvieran conectados en los primeros tres años. Sin embargo, el programa también tropezó con obstáculos significativos: más de USD 3.3 mil millones fueron adjudicados a empresas que luego no cumplieron los requisitos técnicos, mientras que muchas comunidades quedaron excluidas por errores en los mapas de cobertura.
Las lecciones aprendidas tanto del FCA como del FODR fueron utilizadas para crear el Broadband Equity, Access, and Deployment Program (BEAD) o Programa de Equidad, Acceso y Despliegue de Banda Ancha (PEADBA), lanzado en 2021 con un presupuesto histórico de USD 42.45 mil millones. Su diseño incorpora muchas de las lecciones anteriores: mayor precisión en la identificación de zonas sin servicio, coordinación con gobiernos estatales y locales, enfoque en tecnologías escalables como la fibra óptica, y una visión integral que incluye alfabetización digital, equipamiento, sostenibilidad y precios asequibles. PEADBA exige a los gobiernos estatales desarrollar planes detallados en consulta con actores comunitarios y tribales, lo que ha generado una arquitectura institucional más inclusiva y descentralizada.
Para América Latina, donde la conectividad rural sigue dependiendo en gran medida de inversiones públicas limitadas y planes nacionales fragmentados, estos modelos ofrecen pistas concretas sobre cómo avanzar. En primer lugar, es evidente que subvencionar directamente a los operadores para cubrir zonas no rentables sigue siendo una herramienta válida, siempre que se acompañe de mecanismos de rendición de cuentas claros, mapas precisos y criterios técnicos actualizados. En países como México, Brasil, Colombia o Argentina, donde la cobertura 4G aún no alcanza toda la población, y donde muchas escuelas rurales siguen sin conexión adecuada, adaptar un esquema inspirado en el FCA o el FODR sería viable si se articula con las agendas regulatorias locales.
En segundo lugar, América Latina puede aprender del enfoque competitivo del FODR, pero evitando sus errores. Las subastas inversas son una herramienta eficiente para asignar recursos, pero deben estar basadas en diagnósticos territoriales confiables. En muchos países de la región, los mapas de cobertura oficiales son incompletos o están desactualizados, lo que distorsiona el proceso de asignación de fondos. Invertir en datos y transparencia, con apoyo de organismos multilaterales o alianzas público-privadas, es un paso previo indispensable para garantizar el éxito de cualquier programa de subsidio.
En tercer lugar, el modelo PEADBA marca una ruta de política pública mucho más ambiciosa: no se trata solo de conectar hogares, sino de cerrar brechas estructurales de acceso digital. La conectividad rural debe ser vista como un servicio público esencial, al igual que la electricidad o el agua potable. Esto implica adoptar criterios de equidad, garantizar sostenibilidad económica, promover inclusión de comunidades históricamente marginadas (como pueblos indígenas o zonas rurales dispersas), y alinear políticas digitales con los objetivos sociales de educación, salud y desarrollo económico.
Implementar algo como PEADBA en América Latina requeriría marcos institucionales robustos y recursos financieros de gran escala, pero no es imposible. Los fondos de acceso universal que existen en casi todos los países, y que históricamente en muchos casos han estado subutilizados o mal gestionados, podrían reformularse bajo una lógica más moderna, con apoyo de bancos de desarrollo y organismos multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la Corporación Andina de Fomento (CAF) o la Comisión Económica para América Latina (CEPAL).
Además, la experiencia de los Estados Unidos demuestra que es posible combinar inversión federal, ejecución descentralizada y control técnico riguroso, una fórmula que puede adaptarse al contexto latinoamericano. También es importante considerar la necesidad de integrar en cada uno de estos programas a los operadores ya presentes en entornos rurales y remotos pues estos cuentan con la ventaja de conocer el terreno, entender la logística necesaria para proveer servicios y, al ser parte de la comunidad, conocen plenamente las principales necesidades de cada localidad.
La conectividad rural no puede seguir siendo una externalidad del mercado. Requiere política pública inteligente, inversión sostenida y planificación estratégica, como lo demuestran el FCA, el FODR y el PEADBA. América Latina tiene hoy una oportunidad de oro para diseñar su propio camino hacia la inclusión digital rural, aprovechando las lecciones aprendidas y adaptándolas a sus realidades. La transformación digital de la región no será completa hasta que cada comunidad, sin importar cuán remota, pueda acceder a una conexión segura, rápida y asequible. Para lograrlo hay que implementar una estrategia heterogénea que fortalezca y expanda la presencia de los operadores que ya ofrecen servicios en las zonas donde los operadores urbanos carecen de infraestructura, y siendo sinceros, no les interesa entrar a ofrecer servicios.