Celebración e invitación al viaje

Decir que se celebra el aniversario de la muerte de alguien, además de un aire a monumento y textura de piedra, bronce o mármol, resulta un helado equívoco y la invitación a un viaje que muchas veces preferimos no aceptar. Cuando alguien ya se fue, no celebremos, es mejor acordarse y compartir, porque el viaje de su vida debe guardarse en la memoria.
Tal es el caso de Jaime Torres Bodet, poeta que falleció el 13 de mayo de 1974, no ha tenido la fama que merece y pasa inadvertido para muchos. Oriundo de la Ciudad de México (1902), entró a los anales de la literatura mexicana en 1918 con el libro de versos Fervor, prologado por Enrique González Martínez, el que le torció el cuello al cisne y dicen fue el último de los Modernistas mexicanos. En aquella primera etapa, sus escritos eran todavía respetuosos del simbolismo francés y de la escuela de Rubén Darío. Poco a poco, influido por los Contemporáneos, leyendo la Revista de Occidente y La Nouvelle Revue Française, fue comprendiendo el magnífico jolgorio de sus tiempos. Leyó a Gide, acompañó a Proust a buscar el tiempo perdido, aprendió de Joyce los monólogos internos, se apasionó con Antonio Machado, se cuadró ante Dostoievski, se sumergió en los abismos de Cocteau, y siguió su marcha con Juan Ramón Jiménez, Giraudoux, Ortega y Gasset, Morand, Soupault, Girard, Henry James y muchos otros. Después de tan largo viaje, al llegar el año de 1925 ya había publicado siete libros.
No tuvo solamente, tal itinerario. fue Torres Bodet quien impulsó la cruzada nacional de alfabetización en nuestro país (decía que la educación había de empezar por el principio: leer y escribir) y emprendió aquella tarea sin término, facilitó a todos los alfabetizados los folletos de la “Biblioteca Enciclopédica Popular”, el que fundó el Instituto Federal de Capacitación de Maestros, inventó el Libro de Texto Gratuito y tuvo ejemplar carrera diplomática.
Sus pasos por el sinuoso y largo camino de las letras bordearon la ruta del olvido, Sin embargo, no se agobie usted, lector querido: hasta hojear sus obras para retomar el viaje. Si acepta la invitación, se encontrará con sus primeros poemas, tan sencillos como encantadores (Se nos ha ido la tarde/ en cantar una canción,/ en perseguir una nube/ y en deshojar una flor ). Después se dará cuenta poco a poco, van creciendo hasta hacerse grandes y cambian de lugar (No nos diremos nada /Cerraremos las puertas./ Deshojaremos rosas sobre el lecho vacío/ y besaré, en el hueco de tus manos abiertas./ la dulzura del mundo, que se va, como un río, para terminar en la pura excelencia poética (Enterrado vivo/ en un infinito/ dédalo de espejos,/ me oigo, me sigo/ me busco en el liso/ muro del silencio./ Pero no me encuentro.)
Entonces comprenderá por qué fue el mismo Torres Bodet quien decidió irse y que nos dejó todas sus palabras con una invitación al viaje siempre abierta.

Foto: Especial
Afortunadamente, en este mes de varias fechas célebres e institucionales, también hay celebraciones literarias innegables. Por ejemplo, la de una de nuestras figuras preferidas. Sus biografías dicen que nació en Sayula el 16 de mayo, de 1917. Se llamaba Juan Rulfo, y aunque casi no decía nada, siempre dijo que en realidad había visto la primera luz en Apulco, una localidad cercana a San Gabriel, Jalisco. Los que han querido encontrar razones lógicas de su maravillosa obra —tantas veces clasificada y comentada— echaron mano hasta de la ilógica psicología, haciendo hincapié en la orfandad del escritor. A los seis años, su padre, que llevaba el mismo nombre, fue asesinado y apenas tenía 10 cuando murió su madre, y entonces muchos se preguntaron: ¿No habrá sido aquel vacío lo que le orilló a escribir en el primer párrafo de su más célebre obra que “Pedro Páramo” estaba buscando a su padre? ¿En un lugar repleto de fantasmas y muertos/ vivos? Conclusión tan fácil, barata, tan cómodamente melodramática que más bien parecía indicar la peligrosa fascinación y el miedo de todos sus lectores de emprender sus propios viajes por Comala.
Muchos le preguntaron sobre la fuente de inspiración y el significado de aquella obra. Él se quedaba callado. Pasaron casi 30 años hasta que, en un artículo que escribió para Excélsior, Juan Rulfo confesara que la narrativa de sus escritos obedecía a un impulso interno y agregó que la creación literaria era producto de la insatisfacción del escritor con la realidad y que el hecho de escribir, por lo menos en su caso, se daba solamente de manera íntima y en soledad. Para tranquilidad de todos los que buscaban la copia de una realidad en sus historias, la influencia de otros autores, los efectos del saqueo de la revolución cristera en el sur de Jalisco y si se había topado con muchos pueblos fantasmas donde nadie vivía y nada existía, Rulfo solamente contestó que había tardado mucho tiempo en escribir y que su libro muy bien hubiera podido llamarse “Los desiertos de la tierra” en lugar de “Pedro Páramo”,
Seguimos celebrando a Rulfo, igual de atónitos y fascinados, tratando de viajar con él, pero todavía muy lejos de Comala, lector querido.
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