La inocencia del internauta

En la actualidad, las redes sociales se han vuelto una de las principales fuentes de información para los internautas. Las ventajas de plataformas como “X”, TikTok, o Facebook son innegables. El acceso a su contenido es inmediato, y la creación de una cuenta generalmente no tiene costo. Además, la pluralidad y diversidad de la información que se difunde en ellas crece de manera orgánica y dinámica, pues se genera principalmente por los propios usuarios, y permite la interacción inmediata entre estos.

Asimismo, el formato en el que se presenta la información suele ser atractivo para muchos internautas, pues la mayoría de las publicaciones se reducen a textos breves o videos cortos, que no requieren que el usuario dedique mucho tiempo para procesar la información que le interesa. Esto distingue a las redes sociales de otros medios de comunicación, como los periódicos o programas radiodifundidos, en los que la audiencia debe invertir algunos minutos en la lectura integral de las notas, o esperar a que los conductores aborden el tema de su interés para satisfacer su necesidad específica de información.

A pesar de lo anterior, el uso de las redes sociales como fuente de información sustituta a las tradicionales, también ha traído efectos negativos, en especial cuando se trata de información periodística, noticiosa, o que normalmente se encuentra sujeta a regulación especial, como la información gubernamental, propaganda electoral, o información de carácter médico, por ejemplo.

En estos casos, es fácil que cualquier usuario de las redes que adquiera popularidad, como los llamados influencers, difunda masivamente información falsa, o que carezca de sustento científico o rigor periodístico. La credibilidad o carisma del usuario contribuyen a que sus seguidores confíen en el contenido difundido y el resultado puede ser la desinformación masiva. Otro ejemplo son los contenidos conocidos como Deep Fake, en los que se generan videos, fotografías o audios que simulan la voz o imagen de algún tercero, con apoyo de la inteligencia artificial.

En muchos países se han hecho ya esfuerzos por regular la desinformación masiva. Estados Unidos, España y China, por ejemplo, ya han implementado la obligación de etiquetar los contenidos generados con inteligencia artificial. En México se discutirá en los próximos días una iniciativa con el mismo objetivo, en el Congreso local de la Ciudad de México. También se han hecho ya varios intentos en nuestro país para limitar el alcance de la información que difunden los influencers.

No obstante, hoy seguimos viendo que muchos usuarios, tanto de nuevas como de viejas generaciones, siguen siendo presa fácil de la información falsa en las redes sociales, en gran medida porque no entienden los límites de la tecnología. El problema, en mi opinión, no se corregirá a partir de la sobrerregulación a los generadores de contenido, que conlleva un costo importante sobre la libertad de expresión.

Independientemente de la tecnología a través de la cual se difunda la información, es esencial que el usuario desarrolle habilidades para aprender a discriminar fuentes de información, a distinguir las fuentes oficiales de las que no se han verificado, y a dudar de estas últimas. Tal como ocurría antes de que se extendiera el acceso a Internet, los usuarios deben acostumbrarse a cuestionar la credibilidad de quien difunde una noticia, a considerar la reputación de un medio, un periodista o la seriedad que respalda a una marca, como herramientas para valorar la veracidad de la información.

Si bien es cierto que algunos controles mínimos sobre la información que se difunde son necesarios y encuentran una justificación jurídica de manera excepcional, también es cierto que ninguna regulación podrá subsanar las deficiencias en el pensamiento crítico de la audiencia. Esperemos que la nueva regulación que se emita en la materia, también tome en cuenta esta vertiente del problema.

admin